Cuántos niños muertos son una legítima defensa?», se preguntaba la escritora Ana Iris Simón el pasado sábado en El País. Cualquier ser humano que merezca este nombre y no el de bestia diría que la respuesta es ninguno, pero Israel ya ha masacrado a más 4.300 en un solo mes y hay otras 1.350 criaturas desaparecidas, seguramente carbonizadas o enterradas bajo los escombros de sus casas. Ahora, esta noche, mañana..., serán más. Unas cifras del horror que no se veían en el mundo desde los genocidios de Srebrenica y Ruanda. Un mundo que aplaude o calla y envía, incluida España, armas a sus verdugos. El exterminio de los niños palestinos lleva también nuestro nombre. Israel alega que Hamás los usa como escudos, qué ironía que la realidad sea tozuda y detrás de sus cuerpecillos destrozados no encuentren un kalashnikov sino el peluche que abrazaban para ahuyentar la pesadilla o el cromo de Messi, su tesoro infantil. No saben cuánto me cuesta hablar estos días con familiares y amigos palestinos, lidiar con su dolor, por la vergüenza que siento por una humanidad sin compasión, por pertenecer a esta hipócrita Europa que se preocupa más por un hámster que por sus hijos rotos, destrozados, mutilados, asesinados... El domingo hay una concentración en Ibiza y esta vez que puedo, sí que iré. No servirá para parar la masacre, pero, créanme porque lo sé, aunque parezca una pequeñez las imágenes de las manifestaciones, aquí y en cualquier ciudad, reconfortan a las personas atrapadas hoy en el espanto de Gaza. Las matarán tal vez igualmente, pero saben que no están muriendo solas.
Reflexión