La suerte de besar

Dios mío

La bala de Dios

La bala de Dios

Mercè Marrero Fuster

Mercè Marrero Fuster

El ingeniero Michel-Yves Bolloré y el empresario Olivier Bonnassies han publicado el libro Dios- La Ciencia – Las pruebas: El albor de una revolución y han armado un revuelo. En él, defienden la existencia de Dios sobre bases científicas y, según cuenta el periodista Víctor M. Amela, los autores proclaman que «a más ciencia, ¡más Dios!». Amela es responsable, junto a Ima Sanchís y Lluís Amiguet, de las entrevistas de «la contra», de La Vanguardia. En esa sección han preguntado a miles de personajes acerca de la existencia de Dios y han publicado siete mil respuestas distintas. Ojo, siete mil. No son pocas. Dios, su existencia y naturaleza son, claramente, tendencia. Y la mayoría de seres humanos andamos locos reflexionando sobre ello.

He pasado horas en las iglesias. Al principio, por obligación y, más tarde, por tranquilidad. De joven, me sentaba en un banco y hacía tiempo observando a quienes entraban, salían, encendían una vela, se arrodillaban o rezaban el rosario. La mayoría de ellos eran mayores. Supongo que, a medida que la vida avanza, necesitamos aferrarnos a la esperanza de que un pedazo de lo que somos trascenderá y perdurará en el tiempo. Es impensable que el amor por nuestros hijos o la complicidad con las personas a quienes queremos se esfumen con nosotros. Mi padre decía que era imposible que toda la pasión que él sentía por la vida acabase con su muerte. Anhelo que así sea y que, allí donde él esté, siga escuchando a Frank Sinatra. Mi amigo Joan Pere decía que su verdadera diosa era su madre. Apelaba a ella con un «¡ay, mamá!» siempre que estaba preocupado, emocionado o exaltado. Las madres, las buenas madres, son lo más cercano a mi concepción de lo que debe ser Dios. Protectoras, amorosas y derrochadoras de bienestar e incondicionalidad.

Tengo las ventanas abiertas de la cocina y, mientras hago lentejas, escucho la conversación de un grupo de adolescentes. «¿Prefieres dormir en una casa encantada o encerrada en una caja repleta de arañas?», se preguntan entre ellos. Risotadas. «¿Prefieres ganar un millón de euros o conversar con Dios?», pregunta una niña. Silencio. Un joven con acné dice que opta por lo de ganar dinero. Todos asienten y bromean, salvo una. «Yo elijo la conversación. Le pediría qué debo hacer para que el millón de euros me dé igual», dice. Me asomo para verle la cara a esa chica lista y declararme su fan. Remuevo lentejas y pienso en lo que yo le preguntaría.

Si es posible estar siempre unida a las personas que queremos y querremos. Si las emociones nos sobreviven. Si considera que la Iglesia debería modernizarse y predicar con el ejemplo. Si pasa algo si, a veces, olvidamos su existencia. Si mi abuela me escucha cuando le digo que la quiero con locura y frenesí. Si el concepto de pecado como yugo castigador puede desaparecer ya de la faz de la tierra. Si disfrutar de la música, de interpretar una obra de teatro o de estar en contacto con la naturaleza no es algo parecido a estar conectada a Él. Si mis animales tienen alma. Si, tal y como dicen Bonnassies y Bolloré, la ciencia garantiza su existencia. Si así fuera, sería un alivio y desaparecerían angustias y dolores de cabeza. Las lentejas, por cierto, buenísimas.

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