A una persona que sufre un atraco no se la culpabiliza: está muy claro quién es el delincuente y quién la víctima. Pero en el caso de las agresiones sexuales y la violencia de género (por parte de hombres hacia sus parejas o exparejas), la cosa cambia: se activa un mecanismo automático que acusa a la víctima, la mujer, y que al mismo tiempo reduce la responsabilidad del agresor, el hombre. Este resorte es aún más perverso: la propia víctima a menudo se siente culpable, cree que se merece lo que le ha pasado o que ella podría haberlo evitado si hubiera actuado de otra manera. Es terrible, porque esto impide que pida ayuda o que denuncie al agresor, especialmente si le conoce y tiene un vínculo emocional con él, lo que refuerza la impunidad de estos delincuentes. ¿Por qué vemos de forma distinta la paliza que da un energúmeno a un viandante al azar, en la calle, a la que recibe una mujer por parte de su pareja o expareja? Porque pesan todos los siglos de misoginia, de desprecio a las mujeres, de considerarnos como complementos, secundarias, incompletas, incapaces, dependientes, peores, propiedades, objetos, estúpidas. Ya va siendo hora de sacudirse todo este lastre mental y plantar cara a los hombres que maltratan a las mujeres. Y apoyarlas y tener muy claro que ellas nunca, nunca, son las culpables de lo que les ocurre.
Para empezar