Limón & vinagre

Monarca y hombre rana

La fama de ligón enredador pero discreto es ligeramente inverosímil: habla demasiado y con cierta torpeza, es más bien bajito y su amor al deporte no ha esculpido un físico impresionante

Mary y Federico.

Mary y Federico. / Casa Real Danesa

Alfonso González Jerez

Alfonso González Jerez

Desde ayer reina en Dinamarca Federico X. Una ceremonia breve, sobria y casi burocrática le llevó al trono al que abdicó inesperadamente la reina Margarita, de 83 años. Además de jefe del Estado, Federico es ahora la cabeza de la Iglesia Evangélica Luterana de Dinamarca, organización eclesiástica viejuna, gris y aburrida que solo se ha distinguido por intentar destruir al único gran filósofo que ha tenido el país, el bueno de Kierkegaard, tan peligroso como un colibrí mojado. Nada de kierkegaardiano puede detectarse en la figura de Federico, simpático e informal en el trato, encantado de haberse conocido, aficionado a los coches caros, al deporte, a las fiestas y, según unos, al amor y, según otros, a acostarse con lo que se le ponga a tiro, pese a tener esposa (la ahora reina consorte Mary) y cuatro hijos. Esta fama de ligón enredador pero discreto es ligeramente inverosímil: habla demasiado y con cierta torpeza, es más bien bajito y su amor al deporte no ha esculpido un físico impresionante. Y, sin embargo, hace poco una revista del corazón lo pilló en Madrid con una señora hermosa y discreta de la aristocracia española. Federico es un poco más que un informal y un poco menos que un sinvergüenza.

Según las encuestas, la inmensa mayoría de los daneses lo aprecian y algunos lo elogian incluso. Obviamente no es tan popular como su madre, pero Federico es muy representativo de una dinastía que ha sabido ganarse la representatividad simbólica del país. Una dinastía marenga y mantequillosa que huye de la pompa y la brillantez. Una monarquía burguesa y recoleta. El flamante rey se licenció en una universidad danesa, superó un máster y luego sus padres le pagaron una estancia en Harvard para lucir un título de Harvard. A partir de entonces, ha esperado cómodamente la abdicación de su madre sin los sufrimientos y anhelos de Carlos III de Inglaterra, por ejemplo.

Y es que hay que comprender a los daneses en general y a su monarquía en particular. La actual dinastía ha disfrutado de una larga lista de monarcas ni inteligentes ni tontos, ni fuertes ni débiles, ni atrevidos ni pazguatos, que han cumplido meritoriamente sus funciones. Y esta dorada mediocridad tuvo su cumbre en la reina Margarita, que ha sabido humanizarse justo lo suficiente sin perder el aura estilosa de una monarca que sería una apacible actriz secundaria en cualquier película de Walt Disney.

La ya exreina Margarita nació pocos días antes de la invasión de Dinamarca por parte de los nazis, en 1940. Fue la ocupación alemana más benigna de todo el continente, especialmente durante los dos primeros años. No se tocaron las instituciones danesas: el rey siguió en el trono, se mantuvo la Administración pública y los jueces, y ni siquiera las SS metieron las narices. Hasta siguieron celebrándose elecciones democráticas, que en 1942 ganaron los socialdemócratas. Después la cosa cambió, pero los daneses no lo hicieron. Soportaron a los nazis ya instalados en el país y -en silencio- ayudaron tan eficazmente a salvar a los judíos que solo un centenar y medio de los mismos no pudieron escapar de las garras de la Gestapo. El país nunca fue bombardeado. De esta forma, el total de bajas danesas en la II Guerra Mundial -fusilados o asesinados dentro o fuera del país- se limitó a algunos centenares de personas. Es un reflejo del comportamiento de la sociedad danesa tradicional: cierta impavidez, un carácter práctico y adaptativo, un saber beneficiarse de las circunstancias sin incurrir nunca en la ordinariez ni en el abuso.

Esas son las raíces de la estima hacia el nuevo soberano. Ciertamente, el joven Federico se portó durante su juventud como un mimado oso de peluche. En particular su gusto por conducir a toda velocidad, su participación en cacerías y fiestas en Gran Bretaña, Australia o diversos países de Centroeuropa, sus líos y sus novias. Todo comenzó a cambiar cuando se aficionó a participar en maratones e ingresó en las Fuerzas Armadas. Incluso hizo prácticas en el Cuerpo de Hombres Rana, unidad de élite de la Marina.

El hombre rana finalmente se casó con una buena chica, aficionada, como debe ser, a las causas sociales: la apoteosis de una normalidad biempensante que aplaudieron los daneses. El príncipe había sentado cabeza y era, definitivamente, uno de los suyos. La monarquía goza de buena salud. Tal vez porque piensan que sin el toque de elegancia secular que representa, el país sería aún más pequeño y anodino. Dinamarca es como el balcón desde el que saludó ayer el monarca uniformado. Modesto y oscuro. Imagínenselo sin rey.

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