Observatorio
Deberes para los padres
Joan Cañete Bayle
Cada generación se construye en parte por oposición a las anteriores. Cíclicamente, pues, se descubre la sopa de ajo y los pantalones de pata de elefante y se repite esa irritante manía del espejo de devolver la imagen de nuestros padres al reflejarnos. A la generación X le ha llegado el turno de lidiar con la educación de adolescentes, y descubre fenómenos tan novedosos como que los jóvenes se rebelan contra la autoridad, que la noche confunde, que el síndrome de Peter Pan es un autoengaño y que la chavalería, desagradecida y olvidadiza, no reconoce el buenrollismo paterno construido durante la infancia. Experimentar la adolescencia desde el otro lado se vive con asombro y el convencimiento de que nadie afrontó nunca antes un reto tan descomunal. Los abuelos, como les toca, se limitan a alzar las cejas.
Sí es cierto que los padres de adolescentes de hoy deben gestionar un fenómeno novedoso: los móviles. Sus hijos son nativos de los móviles, nacieron ya grabados y fotografiados, aprendieron instintivamente el uso de la pantalla táctil, y socializaron a través de aplicaciones y contenido compartido. Al principio hacía gracia, pero de un tiempo a esta parte hemos comprendido lo que los algoritmos, los likes, los reels y los tiktoks tienen un lado oscurísimo. Los adultos se quejan de que las pantallas han esclavizado a los jóvenes, que parecen zombis enganchados a la pantalla, incapaces de mantener la atención en una conversación sin consultar las notificaciones cada poco.
Después de haberles regalado móviles a edades muy tempranas, los padres hace ya tiempo que cargan contra las escuelas y los institutos en los grupos de Whatsapp y las notas de voz que se intercambian. A los móviles se les atribuye el desastre del informe PISA, las carencias en comprensión lectora, el aumento del consumo del porno, el bullying, la multiplicación de los problemas de salud mental, el racismo, el machismo y la incomunicación entre ellos y sus hijos. Se les atribuye estos males como causa, no solo como medio que amplifica y multiplica los efectos. Y el matiz es importante: si la causa de los problemas es el teléfono móvil, es lógico pensar que sin pantallas no habría problemas. Una forma como cualquier otra de pensamiento mágico.
Después de resistirse a ello, argumentando que educar siempre es mejor que prohibir, las autoridades han decidido desterrar el móvil de las aulas.
Seguramente los profesores respirarán aliviados con la prohibición porque quita un elemento de distracción y de conflicto en las aulas, donde no hay escasez de ello. Desde un punto de vista pedagógico, hay motivos para estar a favor de la regulación. Muchos padres aplaudirán que sus hijos no usen el móvil en el instituto, puede que hasta lo dejen en casa (lo dudo). Eso sí, es inevitable preguntarse que si los padres no quieren que sus hijos usen el móvil a la hora del patio en la ESO, ¿por qué les compraron el aparato a sus hijos o les permiten llevarlo en la mochila? El no, tan cansino y difícil, que lo diga otro.
El debate de los móviles (y las tabletas, y los ordenadores) tiene varias esferas. Una es educativo/pedagógica: comprensión lectora, atención, capacidad de concentración, educación en el mundo digital, socialización entre los jóvenes, etcétera. Otra es el ámbito educativo que compete a las familias. Y ahí, a esta generación que ahora educa a los adolescentes le gusta externalizar responsabilidades a los docentes al mismo tiempo que les regatea autoridad.
El uso del móvil debe regularse y educarse en casa. Si una familia no quiere que su hijo de 12 años tenga móvil no hace falta promover una iniciativa legislativa popular, basta con no comprárselo. Una vez los móviles se han prohibido en las aulas, los deberes ahora son para los padres. Es en las familias donde hay que detectar y gestionar los innegables retos, problemas y también oportunidades que presentan los móviles y el mundo digital.
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