Opinión | Isla martinica

El salón de los pedagogos

El Dorado (Howard Hawks, 1966)

El Dorado (Howard Hawks, 1966)

La complicidad que logró la pareja protagonista de una de mis películas favoritas, El Dorado (Howard Hawks, 1966), es difícil de contemplar en la historia del cine. Por empezar por algo, lleva al espectador hacia una corriente de emociones por las que enseguida se fluye hasta quedar atrapado en la trama. Y por terminar, no hay momento en el que se deje de disfrutar con los giros del guion y la calculada comicidad de la narración, a veces, trufada de instantes maravillosos. Uno de ellos es la amarga vuelta de John Paul Harrah (Robert Mitchum) de la cantina del pueblo a la oficina del sheriff, donde le espera Cole Thornton, el papel de John Wayne, preocupado por la suerte del borracho, a la sazón, la autoridad del lugar. En el saloon, Harrah había sido humillado por su afición a la bebida, de la que parecía no poder escapar. La experiencia le produce tal desagrado que, al llegar al umbral de la cárcel, se convierte en cruel tormento. Confiesa, entre sollozos, que se han reído de él, mientras que el pistolero Thornton intenta consolarle.

La vergüenza que experimenta Mitchum en su fantástica interpretación está a la misma altura que la respuesta emocional de Wayne. En fin, si se me permite, recomiendo El Dorado a cualquiera que desee vivir un par de horas de pleno goce. Sin embargo, la escena del saloon también me sirve para explicar la paradoja de la pedagogía de última hora, ese otro cruel tormento que sacude las aulas. Concretamente, Harrah es abrumado por el bochorno de su condición y no poder ejercer la autoridad como antes, pero es que la moderna ciencia de las emociones sigue borracha de vanidad por más que los datos del reciente informe PISA desmonten de un plumazo cualquiera de sus expectativas.

Las declaraciones en los medios de la responsable del Consejo Escolar de Canarias acreditan que todavía no se ha salido del saloon, por mantener la metáfora. Ebria de certezas ideológicas, que no empíricas, de dogmas, que no de verdades contrastadas, sigue defendiendo la idea de lo anímico frente a lo epistemológico: antes el sentimiento que el conocimiento. Aboga descaradamente por erradicar la repetición del alumnado, basándose en la supuesta vinculación emocional de los chicos. Todo con tal de sobrellevar el paradigma ya implantado por la veterana Logse, del que no logramos salir ni a rastras.

Me cuesta mucho, pero muchísimo, que alguien ignore la reciente historia de la educación en España, la que corre de 1990 hasta la actualidad, que es un despropósito tras otro. Y ahora, parece sumarse uno nuevo. Estos modernos pedagogos, ciegos de vanidad, creen que promocionando alegremente a los alumnos, haciéndoles luego titular con una caterva de suspensos a la espalda, les hará escapar de la ignorancia que semejante proceder causa. Es verdad que la motivación es importante en la enseñanza, pero, de ahí, a negar el esfuerzo personal, la exigencia académica y la recompensa final hay un largo trecho.

Supongo que los pedagogos del saloon menudean la toma del bebercio que sostiene tan pobres argumentos, extrañados de que a su alrededor se extienda la vergüenza como una mancha de aceite. La tienen delante, les consume a diario, les priva de la necesaria razón y, por supuesto, desean que la juventud la pruebe: se llama ignorancia. Por favor diga «NO» si alguien le tienta. Afortunadamente, John Paul Harrah reacciona y vuelve a ser quien era. Dudo mucho que estos individuos, prófugos de la tiza, regresen al aula, que sean auténticos profesores, si alguna vez sintieron lo que esta palabra significa.