Opinión | Amalgama

El valle inquietante

El valle inquietante

El valle inquietante / juan ezequiel morales

Llevando la visión de las cosas a su reductio ad absurdum testamos los límites de lo que puede pasar. Es mi pelea con los éticos de la Inteligencia Artificial, que confían en una reacción tibia ante ese veloz animal de silicio que nos cae encima con todo el peso de los equipos que empujan con sus trabajos en común y las herramientas ya escapadas de la pura razón humana, una razón de ir por casa para hacer poemas o música que sólo valen para ser disfrutadas por otros humanos, así como los jumentos emiten el mejor rebuzno para solaz del resto de los jumentos, y ahí quedó la cosa.

La inteligencia, artificial o no, ya camina a muchísima velocidad. Desde mayo de 2023 el Estado español, por ejemplo, aprobó una inversión de 566 millones de euros para la formación digital del alumnado, de cuyo importe, la cantidad de 298 millones se asigna al Programa Código Escuela 4.0, con la meta de formar a 5,5 millones de alumnos de entre 3 y 15 años, del segundo ciclo de Infantil, de Educación Primaria y de Educación Secundaria, en robótica y programación, en más de 17.000 centros escolares. Esto implica que esos niños se desarrollarán bajo la premisa de un mundo robótico como nunca antes se ha conocido, y no discutirán mucho acerca de si los denominados modelos de lenguaje tienen un core de pensamiento consciente, y es más, si se les dice que sí lo tienen, lo asumirán empáticamente de una forma tan obvia y natural que los adultos ni podemos imaginar. Es como surfear, un acto patoso para todos los nacidos hasta las postrimerías de la mitad del siglo XX, pero que, para los nacidos después, es como si la tabla fuera una prolongación de sus sentidos y equilibrios.

Los filósofos se ponen muy campanudos acerca de si es más importante enseñar a los niños sobre democracia, personalidad, ciudadanía, ética, lengua, matemáticas o lógica. Es como decirles a los niños que no vean porno en el móvil y mientras las páginas están abiertas a todos los públicos. Las ratios de comprensión lectora o de matemáticas están mostrando una masa cada vez más amplia de analfabetos funcionales, pero eso no es problema mientras haya una elite que los conduzca. Es más, es lo que interesa en una sociedad ultrademográfica para poder dominarla y mantenerla dentro de un cierto orden.

El New York Times dio cuenta de que, en Estados Unidos, en 2016, se extendió la costumbre de los creepy clowns, personas que se vestían de payaso y se quedaban paradas en las calles, produciendo pavor en los paseantes. Así pasó en veinte estados. La familiaridad indefinida con los payasos, en otro estudio más reciente, de 2008, de la Universidad de Sheffield, constató en 250 niños de 4 a 16 años, que los payasos les producían ansiedad y antipatía, si no era en el contexto de la payasada circense.

En la psicología de la Inteligencia Artificial está establecido un fenómeno extraño, conocido como «Valle Inquietante», del inglés Uncanny Valley, y más originalmente, Bukini no Tani Gensho, término acuñado por el robotólogo japonés Masahiro Mori, en 1970. Y por ello hablamos del Valle Inquietante, que definió Masahiro Mori como el efecto que producen los robots antropomórficos cuando van pareciéndose más a una persona. En la gráfica estadística, si el parecido a la persona va acercándose al 50%, la sensación de familiaridad se incrementa, y sigue aumentando hasta que ronda aproximadamente el 70%, momento en el que hay una brusca caída de la familiaridad, la cual desaparece y pasa a generar extrañeza, alteridad, miedo y hasta terror. Si este parecido sigue incrementándose, vuelve a retornar la familiaridad en grado creciente y sano a partir de un 90% de parecido. Ésta es la gráfica a la que se ha denominado el Valle Inquietante. Es una transición inmediata y terrorífica que hace pasar de la empatía a la repugnancia y desaparece como por ensalmo cuando la Inteligencia Artificial robótica es casi similar a la del humano.

Mori, en 2005, llamó la atención acerca de que las estatuas griegas o el Buda sonriente no producen ese rechazo, lo cual señala hacia la falta de movimiento y acción, pero esto no aclara en nada el fenómeno que él mismo describió. Se buscan explicaciones como detectar un miedo innato a la muerte, al adivinarse sistemas mecánicos sin alma, o por aparentar estados de mutilación o desmembramiento que empatizan con situaciones de guerra, o bien se les ve como copias de humanos reales que van a reemplazarnos (estudios de MacDorman e Ishiguro, en 2006).

Freud, en 1919, en Das Unheimliche, que se traduce «lo no familiar», trató el efecto de la inquietud, trayendo a su elucubración los estudios de Ernst Jentsch, de 1906 (Zur Psychologie des Unheimlichen). Pero ni Freud, ni Jentsch, entraban en las posibilidades actuales que da la robótica de ir acercándose a la fabricación de un robot de parecido humano en un porcentaje del 90 o incluso más cercano al 100 por ciento, y ya no sólo en lo físico sino también en lo intelectual y en su determinación de acción física y de software, lo cual estaría detrás del miedo atroz, del pánico, a encontrarnos con un transhumano, un posthumano, una superinteligencia, un superespectro, o un superfantasma, que sería lo que realmente produciría ese efecto.

Tras el Valle Inquietante, ciertamente, parece que el ser humano empieza a ver ahí materializada una cierta ontología de un ser superior, y percibe lo terrible, lo sublime y lo tremendo. Pero a poco que el robot se parezca mucho al humano, ya se le pasa el miedito, y ya la AI ha ganado un paso más para terminar seduciendo a su presa.