Al poco de caer el Muro de Berlín, en Praga aún se percibía la huella soviética en cada esquina. Los recursos para afrontar el día a día eran muy limitados, el orden tenía un sentido muy comunista y el turismo era aún un negocio muy capitalista sin explotar.

Pasear por la capital -aún entonces- de Checoslovaquia permitía imaginar cómo era la ciudad que vio nacer a Kafka, la que cayó sin apenas oponer resistencia ante el III Reich, la que quedó bajo control de la URSS después de la Segunda Guerra Mundial y la que fue aplastada por Moscú en 1968.

El tono gris, tras tantos años de represión, parecía el compañero de viaje permanente en una localidad que, pese a todo, aún mantenía buena parte de su esencia: los restaurantes sólo ofrecían comida local y se podía disfrutar de todos sus monumentos sin tener que rascarse el bolsillo.

Ahora, casi 30 años después, Praga parece otra ciudad. Entregada al frenesí económico que genera la llegada masiva de turistas cada año, su encanto se pierde a cada minuto que pasa. Cruzar el Puente de Carlos en hora punta durante los meses de verano es una aventura -entre similares, mimos y vendedores ambulantes-, la zona de la Plaza de la Ciudad Vieja -donde está localizado el Reloj Astronómico- está repleta de guías políglotas que buscan unas coronas que poco tienen que ver con el paisanaje, la oferta gastronómica en los alrededores del ayuntamiento está marcada por restaurantes de comida rápida, italianos o mexicanos y el centro de la ciudad se sacude al son del dinero que mueven los mismos negocios que uno puede encontrar en ciudades igual de machacadas por el mismo problema como Venecia o Barcelona.

Con todo, la belleza de Praga persiste -por ahora- por encima de todo eso. Un consejo: mejor visitar Praga en invierno.