Gastronomía

Las cosas de Taiwán (II)

Visitamos, entre otras cosas, un mercado muy popular; lo más sórdido; vimos a los ancianos más rebeldes y comimos hasta churros en el mejor restorán de la cocina de Taipéi

Con la maître y el chef del restorán Shiyeu. M. H. B.

Lo de cocinar dumplings con harina de trigo llegó en 1949 con los veteranos. Así llaman a los incondicionales que vinieron con el Generalísimo Chiang Kai-shek a Taiwán, de cultura de arroz. Río Amarillo arriba abundan tierras de secano, propias para trigo; hacia abajo, las de arroz. Aún quedan veteranos, que al partir tenían doce o trece años; viven en pisos de protección oficial, construidos por su líder, que vimos en Taipéi (ciudad del norte) y en Tainan (ciudad del sur).

Visitamos el mercado de Sansui (montaña y mar): es limpio y ordenado; expende alimentos en un entramado de angostos pasillos con decenas de puestitos, unos pegados a otros. Nos deslumbraron los pescados, algunos exóticos. Frutas y hortalizas competían con sus coloridos, o pollos negros. Existen varios tipos de ellos, como el de Java, Ayam Cemani, que, aunque se está poniendo de moda en Occidente, es caro, más de 2.000 euros el ejemplar. Aquellos debieron de ser silkies, que ya menciona Marco Polo. Y paseamos por su pintoresco barrio: Wanhauan, que deja ver lo críptico que oculta la sordidez, y lo prohibido: callejuelas con bares de moral dudosa. No existen casas de lenocinio; una ley las permitió hasta que murieran sus dueños; la última permaneció hasta un mes antes de nuestra llegada. Y la visitamos tal cual un museo.

Comprobamos cómo el metro y sus estaciones son de admirar; aparte de limpísimos, los ciudadanos se conducen de la forma más civilizada. Al alcanzar la plaza Longshan nos sorprendieron ancianos deambulando, sentados o recostados. Nos explicaron que antes de vivir con sus hijos, y estar al cuidado de los nietos, prefieren hacerlo a la intemperie; que, dicho sea de paso, en septiembre era fenomenal. Esos viejecitos son mimados por anónimos ciudadanos, que valoran la decisión y les llevan bentos: cajas japonesas con compartimentos ocupados con alimentos. El país nos fascinaba; pronto alcanzamos la solemne Plaza de la Libertad, 14.400 m2, circundada por el Teatro Nacional, la Ópera y un impresionante memorial dedicado a Chiang Kai-shek. Resulta sorprendente cómo se le dedicó a este caudillo anticomunista tan magno edificio y cómo continúa la devoción a un dictador, que falleció en 1975.

Todos los entendidos coinciden en que el mejor restorán de cocina de Taipéi es el Shiyeu. Dada su popularidad, reservamos. Y en una segunda planta nos esperaba un espacioso y concurrido comedor, que nos advirtió de la ausencia de occidentales. La mayoría eran familias -como en España un día festivo- que reunían a las tres generaciones para comer en amor, risas y compaña. Al personal se le veía eficiente; veloces camareros trataban de adivinar los deseos del comensal mientras la cocina debía de estar en una febril actividad, amén de disponer de una excelente mise en place, pues en menos de lo que canta un gallo teníamos un codillo de cochinillo estofado, que se nos fundió en la boca.

Tuvieron la amabilidad de entender que tratábamos de degustar el mayor número de especialidades; al punto de que vino la propietaria, una elegante dama, pues quería cerciorarse de que nos servían platos autóctonos en raciones reducidas. Y vino otro guiso no menos delicioso, y también salseado: gambas tofu, ajetes, mini vainas de guisantes... y unos liliputienses champiñones, bien ricos. Disponen de un excelente cocinero-salsero. Y tampoco dio el "cante" del umami, que procura ese glutamato de sodio tan presente en la adocenada cocina pública china. Y sin acabar apareció una vaporera con lo que nos pareció Arroz con bogavante: el cereal estaba cocinado con el caldo de la cocción del dungeness crab, un cangrejo local y la locura del taiwanés. Un camarero despiezó el crustáceo, y, ya abierto, nos mostró con bendita provocación su apetitoso coral. Pero, obvio, no era un centollo gallego.

Otra curiosidad fue el postre: un par de castizos churros (sic), que llaman donuts, y un bowl con leche de almendras azucarada además de especie de tofu troceado y embadurnado con azúcar morena y canela. Y, finalmente, sucedió algo insólito: no nos permitieron pagar. Quizá fue porque nos vieron afanados dando bocados al tiempo que preguntábamos, escribíamos, fotografiábamos... y no comimos a gusto. ¡Craso error! Fue sensacional. En la próxima trataremos de revelarle el porqué de los churros en Taiwán.

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