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Cine

El santuario del cine 'indie'

El Monopol cumple dos décadas como foco de difusión de la filmografía de autor

Colas de espectadores en los accesos a los Multicines Monopol, en una imagen de archivo. LA PROVINCIA / DLP

Más de 50.000 películas situadas a los márgenes del mainstream y 4.000.000 de espectadores avalan la trayectoria de los Monopol, singular complejo cinematográfico que, desde su apertura en febrero de 1998, se ha caracterizado por ofrecer una programación alternativa, al tiempo que esquivaba las sucesivas crisis que han ido azotando al sector durante décadas.

Tal día como hoy, hace veinte años, y en medio de una páramo cultural donde sólo prevalecían los criterios más conservadores sobre las preferencias del gran público en materia cinematográfica, abría sus puertas junto a la vieja plaza de Hurtado de Mendoza el Centro Comercial Monopol, un nuevo espacio consagrado, entre otras actividades de ocio y consumo, a la exhibición de películas de marcado perfil independiente por las que, de un modo u otro, los aficionados locales aguardábamos desde tiempos inmemoriales para igualarnos con otros escenarios culturales por los que ya transitan, desde hace años, millares de ciudadanos de otras capitales españolas tras la paulatina implementación de los circuitos alternativos de exhibición en complejos tan emblemáticos como el de Alphaville y Renoir en Madrid; el de Verdi y Méliès en Barcelona; el del Avenida en Sevilla; los Albeniz en Málaga; los Babel y Albatros en Valencia, los Golem en Pamplona y Bilbao, el TEA en Santa Cruz de Tenerife o los Casablanca en Valladolid.

Más que salas de recreo, más que cines de fin de semana, se han convertido, con el paso del tiempo, en verdaderos santuarios del cine de autor, cuya influencia en los hábitos de las nuevas generaciones de espectadores ha aumentado de manera ostensible a lo largo de las últimas décadas. Especialmente, desde que se estableciera la normalización definitiva de la versión original como condición absolutamente inexcusable para el disfrute integral de la obra cinematográfica y la articulación consiguiente de un mercado muy compartimentado que mantiene como principal premisa velar por la calidad artística de sus productos, muy lejos de los criterios estrictamente consumistas que predominan en el entorno del cine convencional. Hay otra manera de ver el cine y otras formas de hacer cine. Ése podría ser el eslogan que mejor resumiría el sentido final de estas pequeñas salas de proyección que, como el Monopol, hoy ya forman parte integral de la cartografía cultural de cualquier ciudad europea interesada por algo más que por las cuentas de resultados de su tejido empresarial.

El nivel de ambición técnica y por tanto artística que exigen hoy amplios sectores del público cuando depositan sus siete u ocho euros en taquilla no es tema baladí. De ahí que un grupo aun minoritario de empresarios españoles hayan tomado tan plausible iniciativa y, en orden a establecer unas nuevas reglas de juego, han abierto el panorama cinematográfico hacia otra dimensión. La de quienes aseguramos que aún hay tela que cortar para conseguir la neutralización de ese gigantesco aparato envilecedor en que se ha convertido Hollywood y la apertura consiguiente de un espacio mucho más cercano a conceptos, hoy tan irrenunciables, como la diversidad cultural en un mundo sumido ya en una revolución silenciosa que reclama sin pausa un acceso más libre y democrático a los medios de expresión.

Evidentemente, con la apertura del Monopol, en febrero de 1998, se abrieron muchas expectativas, quizás demasiadas para las posibilidades reales que permitía un complejo provisto sólo de siete salas de abarcar la cada vez más creciente oferta de cine indie que circulaba por el mundo, pero que nos puso en contacto, sin embargo, con muchas de las figuras más representativas de la modernidad cinematográfica a través de títulos que han ido abriendo brechas importantes en el atrofiado panorama que muestra nuestra cartelera, sembrada de aguerridos superhéroes, comedias inocuas e historias que se entretejen con alevosa simplicidad ante un público desconectado de cualquier sensibilidad cinematográfica que se aleje de una visión maniquea y estereotipada de la realidad.

Nombres como los de Takeshi Kitano, los hermanos Dardenne, Michael Winterbotton, Nanni Moretti, Abdellatif Kechine, Danny Boyle, Asghar Farhadi, Alexander Payne, Maurice Pialat, László Nemes, Lucrecia Martell, Lars von Trier, Theo Angelopoulos, Michael Haneke, Thomas Winterberg, Wong Kar-Wai, Naomi Kawase, Jaime Rosales, Marcelo Piñeyro, André Téchiné, Ang Lee, Dani Levy, Michael Moore, Isaki Lacuesta, Atom Egoyan, Abbas Kiarostami o Ken Loach son solo algunos de los muchos con firma en el libro de visitas del Monopol.

Protagonistas

Figuras que han aportado nuevas miradas, actitudes y riesgos ante el desafío de un lenguaje que nunca agotará sus posibilidades de reinventarse. Ni el descomunal poderío de la industria hollywoodiense, con su abrumadora maquinaria promocional, podrá nunca acabar con un fenómeno sociocultural tan diverso y expansivo que, además, no ha hecho más que empezar. Hay mucho más cine en cualquiera de las películas de los directores anteriormente citados, más inventiva y amor por la creación que en ese inagotable caudal de vaciedad y rutina que inunda gran parte del cine estadounidense de nuestros días.

Porque quien desee explorar a fondo el universo cinematográfico y escapar de la mediocridad que empapa la producción multinacional no tiene más que seguir las huellas de quienes hoy persisten en la idea de que el cine es un valioso instrumento para observar el mundo que nos rodea y que, desde esa certeza, siguen, en la trinchera de la independencia, en su empeño de explorar otros mares menos turbulentos que los que surca habitualmente la gran industria del espectáculo.

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