El parricidio imposible

Toda reflexión sobre la identidad insular atlántica remite necesariamente a las tesis del fundador de las letras canarias  

El parricidio imposible

El parricidio imposible / La Provincia.

Dios es conversable

B. C. de F.

Remedando a Borges, a mí se me hace cuento que nació Cairasco. Que, en esta(s) isla(s), y ya en la primera hornada de la criollización hispana, se diera este irrepetible –o al menos irrepetido– personaje, tan dual y poliédrico, un tal Bartolomé Cairasco de Figueroa (tránsito del XVI al XVII). Ante una lógica atracción de variopintos comerciantes –reconocibles aún en los residuales bazares hindúes y en el chino de cada esquina–, ¿cómo es que se diera este insólito pensador, tan pertrechado y cargado de hombros, que sigue cimentando, casi en soledad, todo el peso de la tradición insular? ¡Vaya mezcolanza astuta de escatología y proclamación del paraíso terrenal, en la solana del Templo militante: «El cielo en las islas derramó sus dádivas»! Sencillamente insuperable es el dron del arranque de ese emblemático poemario: «Aquí mandé lanzar al hondo piélago, / para afirmar mi nao, tenaces áncoras / a la parte do está la peña cóncava»... Un prodigio de fijación y distancia, a la vez; de localización deslocalizada. El sedentario canónigo de la catedral de Las Palmas, a título vitalicio (¡desde sus 15 años!), sabe que está de paso, con el navío atracado donde «la peña cóncava» (el centro de la isla misma, coronada por la Selva de Doramas) y, al mismo tiempo, se vuelve fundante en la proclama de la absoluta hegemonía del espacio.

Sin embargo, hombre renacentista que alumbra ya el inminente barroco, y religioso en continuo flash black con la cultura grecolatina, Cairasco no pierde comba en contarnos siempre dos cosas a la vez. De modo que, ya desde aquel arranque «cuando el poeta ancla su nao en el «hondo piélago» del poema-, el espacio de la isla es el espacio mismo de la poesía, otorgándoles a ambos un estatuto de realidad tangible, y alumbrando, sobre todo, una insularidad ya no exótica ni lejana, sino concebida como un espacio habitado, domeñable. El influjo del autor del Templo militante continúa siendo determinante, obviamente, en la tradición poética insular, como una explicación de los orígenes eternamente presentes. Pero, lo que clama al cielo es su total ausencia de reconocimiento más allá de las Islas, toda vez que Cairasco de Figueroa es –por así decirlo– el fundador vicario o virtual, tanto de las letras cubanas como del Barroco peninsular, otra dualidad insuficientemente divulgada.

Como ha analizado el catedrático José María Micó, en Góngora a los 19 años (en La fragua de las Soledades, 1990), la lectura del temprano culteranismo del Templo militante (difundido, al cabo, desde puntos neurálgicos, como Valladolid, Lisboa y Madrid) resultó decisiva en el poeta cordobés. Pero, acaso más grave que el desconocimiento peninsular de quien recibiera en vida los parabienes de Lope de Vega o el propio Cervantes («Tú, que con nueva musa extraordinaria, Cairasco…», como se lee en su Canto a Calíope) es su desconcertante inexistencia allende los mares. Con independencia de que el joven Silvestre de Balboa (Las Palmas,1563 - Puerto Príncipe, 1649?) fuese o no un asiduo participante en la tertulia consagrada a Apolo Délfico que (¡durante 20 años!, de 1580 a 1600) Cairasco solía celebrar en el huerto de su casa, en Vegueta, es evidente que su Espejo de paciencia (1608, inédito hasta 1927), el libro fundacional de las letras cubanas, se inspira sobremanera en el Templo militante.

En el propio ámbito canario, es importante señalar que el influjo del complejo y polisémico texto de Cairasco rebasa el marco puramente filológico y poético. Entre sus colegas el determinismo es obvio. No hay autor o tratadista literario de la condición insular que pueda afirmar que este cura no es mi padre. Desde las vanguardias históricas a nuestros días, es imprescindible recurrir a la preeminencia espacial y matérica, que, de abajo a arriba y viceversa –desde «pensamientos que frisan con el cielo» al «hondo piélago»– canonizó el canónigo. Pero ese mismo axioma lo vuelve indispensable en cualquier otra disciplina de las humanidades, empezando por la antropología y la historia. La maciza hegemonía del espacio que propugna con su propio ejemplo, subyugando el acontecimiento al mito, es una formidable alerta para la endémica propensión a trufar, muchas veces, la historiografía con leyendas.

Lo insólito es que, a nuestro poeta, aún le alcanzaran las horas para ser un hombre de acción. Como lo refleja en el propio Templo…, que es, en ese sentido, una formidable crónica, el heterodoxo canónigo refleja tener excelentes dotes, por igual, para la más sinuosa diplomacia como para la antidiplomacia más radical. En horario extracatedralicio, desarrolla las mañas para negociar la retirada de corsarios, y, encima, contarlo. Así, da cuenta de la frustrada arribada de Draque, que irrumpió en «la aurora fígida» del 6 de octubre de 1595; y se extiende, sobre todo, en la famosa secuencia de “en medio del año de mil quinientos noventa y nueve”, de Van der Does, que, por espacio de 10 días mantuvo a Gran Canaria subyugada a la Corona holandesa, y cuya retirada final él mismo propició: “[Llegó con] sus diez mil flamencos, en ciento y treinta lanchas, que venían con una selva de arboladas picas y de mosquetería innumerable, reverberando el sol en las celadas que daban luz a los vecinos montes...”. Y añade versos, que deberían figurar en los manuales de metodología de la alta diplomacia: “No siempre el arco / ha de estar enarcado, antes importa / aflojarle la cuerda algunas veces, / para tirar con mayor fuerza” …

Pero será en sus obras dramáticas donde muestre sus máximas polarizaciones. Uno de los cometidos de su longeva condición de canónigo de la catedral era, naturalmente, la recepción de los obispos traídos desde la Corte, y es curioso observar la pieza en que da cuenta de la del obispo Cristóbal Vela, en 1576, con el explaye de la narrada seis años después, en la Comedia del recibimiento (1582), dedicada al obispo Fernando de Rueda. Si, en aquella había utilizado como anfitrión del purpurado a un humilde pastorcillo, sin nada que objetar, ahora concede el protagonismo al mismísimo Doramas, nada menos: el héroe aborigen que había sido decapitado por el cruel conquistador Pedro de Vera, y cuya cabeza había sido expuesta en una pica para escarnio público de sus compatriotas. Un recibimiento, a su superior, en el que Cairasco se despacha, además, en idioma vernáculo... Nada del latín que canónigo y obispo conocen a la perfección, sino que, arropado por los personajes alegóricos que protagonizan coralmente la Comedia... hace que la cabeza de Doramas, resurrecta para la ocasión, se vuelva insurrecta y deslenguada. Cairasco se permite, así, crear un protocolo del revés, en que el perplejo obispo será quien reciba al anfitrión, que da su nombre, por demás, a la sagrada fronda de la selva de Doramas…

Pero, en su elegante ecuanimidad, Cairasco es crítico con propios lo mismo que con foráneos. En su multiplicidad de aristas, El Templo… permite hacer también una honda lectura inaugural de la psicología del hombre canario. Algunos de sus barruntos pueden resultar crípticos, pero ¿no cabe leer, por ejemplo, el «ansia de otros lares», del futuro Alonso Quesada, o el perpetuo desajuste entre el insular y la isla, de García Cabrera, en «Removióse con esto mi deseo / de navegar también en la jornada»? La palpable dispersión mental se cifra en versos como «mi pensamiento de una en otra ola / vino a parar»... Y, adelantándose a la escisión interior del hombre moderno y contemporáneo, Cairasco observa en el entorno que le circunda: «Viose el gozo llorar, gemir la fiesta, / temblar de frío el mismo fuego y llama», para detectar también que «el mismo pan se vio con hambre esquiva, / con sed la misma fuente de agua viva», y hablarnos, en fin, de «el dúo sempiterno / de dos tan desiguales»...

De forma más denotativa, el cúmulo de atributos positivos de los oriundos «bárbaros gentiles», que juzga «honrados, templados, nobles, sencillos...», no le impide detectar la descompensación, por ejemplo, de que «en Canaria no hay defensa / ni saben qué cosa es Marte / gente ociosa y regalada, / sin experiencia, sin arte…».

Pero será en otra de sus obras teatrales, la Comedia del alma, donde –a través, sobre todo, del personaje Murmuración (¿les suena?). el canónigo denuncie ciertas inercias autocomplacientes de la sociedad isleña. Sirva como botón de muestra, este fragmento sin desperdicio del central Diálogo de la Murmuración y el Ocio:

- OCIO: ¿Qué te parece la gente de esta tierra?

- MURMURACIÓN: Muchos de los hombres de aquí son de la casta de las ranas, que cantan en viendo la noche. Y en viendo que falta alguno, séase quien fuera, luego han de salir a la plaza; y si tiene alguna virtud, la callan o la deshacen. ¡Mira si me puedo yo hallar mal donde hay esto! Y a ti ocio, ¿cómo te va?

-OCIO: A mi, como quien está en su tierra y en su casa. Aquí todos me abrazan, todos me aman. Lo que yo mando, eso se hace; y, al fin, no se hace nada, que es lo que yo quiero. Y si en Canaria se diese saca de tiempo, todos serían ricos.

-MURMURACIÓN: Tierra es la de Canaria, donde se podría dar todo lo necesario para la vida humana, si la ociosidad no lo estorbase... ¡oh quién pudiese hablar!

-OCIO: Satírica vienes, no hay quien te sufra. Vámonos de aquí, antes de que te desbarates más.

-MURMURACIÓN: ¡Hay tanto que decir que sería nunca acabar...!».

Sumamente erudito y creativo, a la vez (dos atributos que, como es sabido, no siempre van de la mano), Cairasco se adelanta, incluso, a cierta intertextualidad y experimentación casi de nuestros días, pues osa insertar, en su Gofredo famoso, la libérrima traducción de Jerusalem Libertada, de Torcuato Tasso, fragmentos de su absoluta cosecha. Pero, ciñéndonos a su Templo militante, es gratificante releer -sobre todo, desde una perspectiva laica- el renglón en que nuestro poeta proclama: «Dios es conversable»...

En conclusión, es asombroso observar la titánica tarea que se marcó, en el curso de una única biografía, cargando sobre sus omóplatos la sincronización insularia, cimentando el espacio y poniendo al día los relojes atrasados; y haciéndolo –él solito– en un múltiple flanco: Retomando las Islas en el punto exacto donde lo había dejado el mundo clásico; dignificando la cultura aborigen ante el espejo inquisitorial de la nueva civilización; acoplando el paganismo grecolatino al más directo cristianismo, y sorteando, así, el rodillo de la Contrarreforma; adelantándose, como dijimos, en el esdrujuleo barroco, al mismísimo Luis de Góngora, para apuntalarlo en su proyección peninsular, y, de paso (esto más inconsciente, pero perteneciente también a su haber menospreciado), servir de modelo a su discípulo y paisano Silvestre de Balboa para que fundara in situ la literatura cubana... Imposible no revisitar al padre, una y otra vez, cuyas lecciones, universales e insularias, no paran de recordarnos cómo el tiempo queda subsumido al espacio (esto es, el tempo, como hora distinta y no como hora menos), y cómo el paisanaje queda subsumido al paisaje. Imposible, pues, que más tarde o más temprano, no volvamos a encontrarnos en la ‘plaza’ de Cairasco.