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Análisis

La selva tributaria de las autonomías

Hay diferencias 'relativamente pequeñas' entre las comunidades en el IRPF pero 'diferencias abismales' en los impuestos de sucesiones y donaciones y patrimonio

La selva tributaria de las autonomías

La reforma de la financiación autonómica de 2002 ensanchó la capacidad de las regiones de legislar en materia de impuestos, de modificar dentro unos límites el IRPF (actuando sobre la tarifa y creando deducciones), el impuesto de patrimonio, el de sucesiones y donaciones y el de transmisiones patrimoniales y actos jurídicos documentados. Las autonomías ganaron también poder para crear tributos propios. Sobre el papel fue en aras del principio de corresponsabilidad fiscal, propio de una Administración descentralizada, según el cual se debe tender a que los incrementos del gasto en una comunidad se sufraguen con incrementos de tributos en esa misma comunidad cuando es para disponer de servicios con calidad extra respecto a otros territorios. Llevado al terreno político, supone que los gestores regionales asuman el coste que les corresponda por subir o bajar impuestos y por mejorar o no los servicios públicos.

Quince años después, la práctica de las autonomías ha conducido a un sistema caracterizado por los siguientes rasgos, como acaba de hacer notar los economistas fiscales en un informe: hay "diferencias relativamente pequeñas" (entre el 6% y el 12%) en el IRPF entre unas regiones y "diferencias abismales" en sucesiones y donaciones y en patrimonio. Abismos que obligan a un asturiano o a un andaluz a tributar hasta mil veces más que un canario al heredar o que han convertido a Madrid en el paraíso de los contribuyentes acaudalados, porque Esperanza Aguirre hizo de ella en 2011 la única región que no cobra impuesto de patrimonio.

Por más que el Tribunal Constitucional dictaminara en su día que tales diferencias de tributación no vulneran la igualdad de los españoles ante la ley, para el ciudadano que paga son indigestibles. Suena juiciosa por tanto la propuesta, secundada por un sector de expertos y respaldada explícitamente por los gobiernos del PSOE y en privado por algunos del PP, de ir a una armonización fiscal, de ordenar la selva tributaria de las autonomías imponiendo límites mínimos (cláusula suelo) y máximos (cláusula techo) de los que no podrían salirse los legisladores autonómicos.

Pero ese objetivo se vislumbra ya como una de las quimeras de la cercana negociación. Homogeneizar los impuestos entre las autonomías de régimen fiscal común implicaría, entre otras cosas, que Madrid reconsiderase su política tributaria de los últimos lustros: bajar sistemáticamente los impuestos e incluso llegar a suprimirlos de hecho, favoreciendo muy principalmente a las rentas y patrimonios altos y atrayendo hacía sí a los contribuyentes cualificados de otras regiones y con frecuencia a las empresas y negocios que ese tipo de personas poseen o dirigen.

Desde una posición económica de ventaja por su condición capitalina, Madrid ha convertido la corresponsabilidad fiscal en competencia fiscal. ¿Cabe imaginar ahora a Cristina Cifuentes aceptando que los madrileños con patrimonios superiores a 700.000 euros empiecen a pagar los 660 millones que se ahorran al año al no existir de hecho allí el impuesto sobre la riqueza? Antes de llegar a eso se suscitará con seguridad la discusión, de técnica tributaria pero también profundamente ideológica, acerca de si no conviene más la extinción completa de un tributo desde siempre incómodo para la derecha.

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