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Por si hace calor San Bartolomé de Tirajana

Meloneras, costa pirata

La playa más corsaria de San Bartolomé de Tirajana es la alternativa al margullo industrial

Meloneras, costa pirata

Si Rubén Viera estuviera arrepollinado en el mismo sitio que ayer pero a finales de mayo de 1502 vería llegar desde su sombrilla a dos carabelas, de nombre La Capitana y La Santiago y dos naos, El Vizcaíno y El Gallego, con un Colón malhumorado por la gota dirigiendo la flota al fondeadero de Maspalomas, a por agua y leña.

Viera está echando el día junto con Yanira Herrera en la playa de Meloneras, un mar de calmas ajeno a los alisios y buen lugar donde largar un ancla. Hasta hace relativamente poco tiempo aquella playa, que hoy parece quedar en el centro de casi todo, fue un reducto de indómitos, de elementos que veían en las playas del Inglés y Maspalomas un margullo industrial incompatible con el sopita y pon alternativo, una modalidad que incluía pasar el día con un entullo, rones y algunas hierbas de fumar. Al fin y al cabo la historia de esa costa es de lo más pirata.

Hace justo 415 años Rubén Viera, si siguiera sobre la misma toalla, disfrutaría luego con la llegaba Peter Van der Does, corsario con todas las letras que se fue allá lejos a enterrar los muertos que dejó su fracasada invasión a la capital de la Isla, incursión en la que le dieron leña buena para huir hacia Maspalomas con la quilla entre las patas.

El caso es que allí sigue Viera, del propio San Bartolomé de Tirajana, de Montaña La Data, para más señas, y que en su periodo de vacaciones pasa más tiempo en la arena y las aguas de Meloneras que las propias lapas y burgados que están a punto de sucumbir bajo las manos de unos enanos que marisquean con carácter científico a pocos metros de la pareja.

La novelería de aquella mar es importante. Ahora pasa una avioneta amarrada a un paño anunciando una joyería. Luego un helicóptero menudo, tan menudo que más bien es un piloto forrado de helicóptero. Más allá una falúa con un paracaídas amarrado a popa del que cuelgan tres personas. Acá entra un yate de puntería en Pasito Blanco, que está a tiro y más a costa, peligrosamente a costa y saltándose todos los puntos del carné, un individuo en una moto de flotar haciendo el primo.

Y cuando todo parecía ir a menos aparece el amigo de Rubén, David Ramírez, con un terno de neopreno de estampado camuflaje, rumbo a la pesca submarina de un mero que tiene acechado en una cuevilla desde antier.

Todo ha cambiado mucho, y muy rápido, en Meloneras. El propio padre de Viera, Carmelo Viera, que es un señor que en su día bajó de Tejeda al calor del tomate del sur, que prosperó y que hoy habla cinco idiomas, fue testigo del cómo los enlatados de las tomateras se iban transformando en vigas y las propias matas en bloques del quince hasta dejar alicatada hasta el techo la costa pirata.

Sigue el mediodía, y de David sólo se ven las aletas asomando como la cola de una ballena por la línea del agua y una boya naranja detrás, por si el cafre de la moto coge la curva que no es. Tanto Rubén como Yanira pasan jornadas de asueto de sol a sol en Meloneras. Como también bucea, Viera -que enseña licencia-, pasa hasta tres y cuatro horas con el fusil detrás de una pieza. Luego sale y se apaña un pan de molde y unas latas de atún en el supermercado que está detrás y completa el avituallamiento. También puede, si se diera el caso, comer en algunos de los restaurantes que están en la frontera de la arena, o apañarse una joya, como la coqueta caracola cogida del fondo y amarrada a una tanza que luce Yanira desde hace quince días, o incluso hacerse rescatar, que para eso existe un puesto de la Cruz Roja atendido por dos amables voluntarios que sacan -para ilustrar- una peculiar placa de aviso de peligro por rayas que van allí a desovar, dice Rubén, y cuya mayor consecuencia es el susto de muerte por pisarlas.

Pero para muerte, muerte, la del mero. David lo vio en la misma cueva pero con tres morenas devorándolo. Fitetú, con lo bonito que estaba el día por arriba.

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