La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El mal esclaviza el corazón humano

El verdadero poder no consiste en el dominio que se ejerce sobre el hombre o las cosas

El mal esclaviza el corazón humano

Querida Madre: venimos a felicitarte. Míranos y escúchanos como solo tú sabes

hacerlo. Hoy todos en la Iglesia extendida por el mundo entero celebramos el día de tu nacimiento, y te cantamos y te invocamos con esos millones de nombres que nos distinguen a nosotros más que a ti; nos distinguen, y hasta nos distancian a veces. Tú solo tienes para todos un mismo corazón y una misma mirada: eres nuestra Madre y somos tus hijos, el regalo que Jesús tu Hijo te entregó en aquella tu segunda Anunciación, la del calvario.

Venimos como todos los años en este día, conscientes de que tenemos por delante un curso nuevo, de estudios, de trabajos, de manos caídas en el desempleo, de buenos o malos tratos, de esperanzas que deseamos ver cumplidas, o de sustos que tememos y quisiéramos evitar. También los que andamos comprometidos en las tareas pastorales hemos construido con mucha ilusión nuestra hoja de ruta para estos meses y estos años. Hay cosas que nos preocupan y nos duelen: la emigración, que es cada vez más sangrante y dolorosa, más creadora de vallas, muros y muertes; el paro, especialmente el de los jóvenes, porque anula a las personas y las rompe por dentro y por fuera; la familia, de la que el papa Francisco quiere seguir tratando con los obispos en unas pocas semanas; la misma Iglesia, tan cercana y tan distante a veces, tan comprometida y tan indiferente a veces, tan ferviente y firme en la fe y tan mundana y pecadora a veces. Queremos ponerlo todo, lo bueno y lo malo, y ponernos nosotros mismos en tu corazón de Madre, y queremos fijarnos en ti y escuchar tu palabra, dispuestos a aportar lo mejor de cada uno en la transformación de esta sociedad nuestra, tan necesitada de esperanza, de unidad, de paz, de justicia y de alegría.

Y ahora, me toca hablarles a ustedes, queridos hermanos y amigos todos. Me toca acoger y saludar a todos al acercarse a la Madre y Patrona. Al Sr. presidente del Gobierno canario, que ostenta la representación de su Majestad el Rey, a la Sra. alcaldesa de Teror, que se estrena como nuestra anfitriona, a todas las queridas autoridades que desean esta presencia, que valoramos y agradecemos. A todos invito a encontrar en nuestra Madre la luz que necesitamos, la orientación para el camino de este curso que ahora empieza, la intercesión para llevar adelante nuestros mejores propósitos. En la Iglesia diocesana empezamos hoy una etapa nueva de nuestro caminar pastoral. Escuchando al santo padre Francisco, hemos asumido como tarea principal configurar la Iglesia diocesana en conversación pastoral y en salida misionera. Sueño -dice el Papa- con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación. Convertirnos, transformarnos, y salir de nuestros refugios a la calle, a la misión.

En la página del Evangelio que acabamos de acoger, vemos a la Madre salir de su casa en Nazaret, portadora de la Palabra que se acaba de hacer carne en su seno, caminar más de un centenar de kilómetros y entrar en casa de Isabel, su pariente, para ayudarla en los últimos meses de su embarazo. Salir de nosotros mismos, caminar, llevar el Evangelio, servir, acercar a Jesús: esa es la tarea de la Iglesia, esa es nuestra tarea. El cántico que sale de su corazón creyente tiene para nosotros una hermosa propuesta de conversión. Esta es la tarea de la Iglesia: transformarse, convertirse. ¿Hacia qué, hacia dónde? Les propongo con brevedad unas metas de nuestro camino de conversión. Convertirnos al Evangelio, convertirnos a la humildad y la pequeñez, convertirnos a la misericordia, convertirnos a la alegría. Podríamos decir más o podríamos decir mejores metas, pero estas han de servirnos, las necesitamos.

De la mano de María, y mirándola a ella, vale preguntarse ¿qué lleva, qué aporta María a la casa de Isabel? ¿el servicio material en los tres meses finales de su embarazo? María lleva ese servicio material, y, además, mucho, muchísimo más: lleva el Evangelio viviente, Jesús, el Hijo de Dios. Ella le estaba dando ya su carne y su sangre para que se formase en sus entrañas. Él, la Palabra del Padre, iba configurando a su Madre a Él mismo, para que, llena de gracia desde el principio, fuera la aurora que anuncia la llegada del sol que viene de lo alto.

Nosotros, como personas y como comunidad, tenemos que aceptar que nos falta mucho de Evangelio. También nosotros, como María, queremos dejarnos empapar por el Evangelio viviente que es Jesús, darle nuestra carne y nuestra sangre, nuestra vida, y dejar que nos transforme, nos convierta a los criterios, a las palabras y a los comportamientos evangélicos, y podamos transformar el mundo en el que vivimos en Reino de Dios.

No se puede perseverar en una evangelización fervorosa si uno no sigue convencido, por experiencia propia, de que no es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo. No es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo sólo con la propia razón.

En las palabras del profeta Miqueas que hoy leemos hay un contraste de pequeñez y grandeza que nos invita a la reflexión. Belén es grande como cuna de David, pero pequeña e insignificante en tiempos del gran rey, y también a la hora del nacimiento del Hijo de Dios. Y aún así no hubo sitio para Dios en la posada de este pequeño pueblo, y Dios tuvo que nacer en el último rincón de ese pueblo, en un establo. Allí María transformó una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura.

En el anuncio del nacimiento de Jesús apareció un duro contraste entre lo que se anunciaba y lo que después veríamos en el Evangelio como sucedido realmente. Dios anunció lo que era, pero nosotros no hemos enten-dido ni el mensaje del anuncio ni la realidad de su cumplimiento. Gabriel dijo a María muchas cosas grandes: el hijo que nacerá de ti será grande, será llamado Hijo del Altísimo, se le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Judá y su reino no tendrá fin. Grandeza, poder, trono, reinado. Es lógico que todo ello sea saludado con una gran alegría.

La realidad que contemplamos en el Evangelio se distancia sensiblemente de este anuncio de poderío. Jesús se mantuvo treinta años en silencio y anonimato totales. Y cuando empezó a anunciar el Reino de Dios, se inició el rechazo, no solo del mensaje, sino del mensajero, que acabó abandonado de los suyos y crucificado por una suma del poder religioso y político del momento. María, su Madre, testigo de todo, vivió guardando todo en su corazón.

Las preguntas se abren en seguida: ¿es que Dios no es grande y poderoso? ¿cómo podemos alegrarnos de esa grandeza de Dios si su elegido, su Hijo, es aniquilado por el poder de los hombres? ¿qué es el poder? ¿en qué consiste la grandeza de un hombre?

El verdadero poder no consiste en el dominio que se ejerce sobre el hombre o las cosas, sino en la capacidad de acabar con el mal que esclaviza el corazón humano. María fue testigo único del poder de su Hijo, de la capacidad de Jesús para sanar, para cambiar los corazones de los hombres, y testigo único del modo de actuar de Dios para cambiar el corazón de los hombres: asumir sobre los propios hombros el mal que oprime a los hermanos.

La grandeza y el poder de Dios son la grandeza y el poder de su misericordia, es decir, de su capacidad de vencer el mal que domina el corazón humano y lo arrastra a dominar y no a servir. Por eso la llegada de la grandeza y el poder de Dios, así entendidos, son saludados con alegría: estoy contenta con Dios, ha mirado la pequeñez de su esclava, es poderoso y hace obras grandes en mí, levanta al pobre, al humilde, al hambriento, porque se acuerda siempre de la misericordia que prometió desde el principio. El Magníficat de María es verdaderamente revolucionario porque obliga a cambiar los conceptos, las miradas, las valoraciones, los comportamientos.

Es a esta grandeza y poder de Dios, la grandeza y el poder del Evangelio, a la que necesitamos convertirnos como creyentes. La grandeza y el poder de la Iglesia, de sus pastores y de sus comunidades, consiste en su capacidad real de cambiar los corazones de los hombres por el anuncio del Evangelio, el servicio generoso, el testimonio de Jesús, el Siervo entregado.

La grandeza y el poder de los políticos, los empresarios, los economistas, los sabios de este mundo, consisten en su capacidad real de vencer el dominio de unos sobre otros, y de crear justicia, fraternidad, igualdad y paz reales. El poder de este mundo, cuando es el poder de la soberbia y la riqueza, genera hambrientos, humillados, esas largas colas de emigrantes y refugiados, que huyen de la miseria, de la violencia de las bombas y del hambre, y tocan a la puerta de los países enriquecidos. Es necesario que se abran las puertas de nuestras vallas y muros, que la enriquecida y segura Europa sea una comunidad generosamente abierta. La llamada del Santo Padre a las parroquias, comunidades religiosas, monasterios y santuarios será sin duda secundada en nuestra diócesis. "Compartid las necesidades de los santos; practicad la hospitalidad", nos recuerda Pablo en la lectura de hoy. Es necesario que se abran las puertas de los corazones. Y también es necesario que el acuerdo de las naciones afronte las causas de esta dramática emigración masiva, como único modo de acabar con este absurdo éxodo: la guerra y la pobreza.

Convertirnos en la alegría. Y de la grandeza y la misericordia de Dios, que cambian nuestros corazones, a la alegría. Si nos dejamos empapar del Evangelio, si permitimos que la grandeza de Dios sea nuestra fortaleza porque realmente nos sentimos pequeños y miramos a los pequeños y débiles, si nos convertimos a su misericordia, entonces, solo entonces, brotará la alegría en nuestra vida y podremos hacerla brotar en tantos que sufren.

Porque yo confío en tu misericordia: alegra mi corazón con tu auxilio, y cantaré al Señor por el bien que me ha hecho (Salmo 25). Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas; no te acuerdes de los pecados ni de las maldades de mi juventud; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor. (Salmo 25). Sí, tu misericordia nos hará misericordiosos; tu acogida y tu ternura nos harán acogedores y practicaremos la hospitalidad.

Madre del Evangelio viviente, manantial de alegría para los pequeños, ruega por nosotros. (Oración final de EG).

Que el Señor nos bendiga con su amor y nos llene de amor mutuo.

Compartir el artículo

stats