Opinión | Un carrusel vacío

Una tierra que ponga libertad

Aquella revolución comenzó con música. Una canción de amor muy popular en la época, “E depois do Adeus”, de Paulo de Carvalho, fue la primera señal. Se emitió por la radio portuguesa a las 22:55 del 24 de abril de 1974, hace ahora cincuenta años. Los militares izquierdistas revolucionarios –organizados en lo que se llamó “Movimiento de las Fuerzas Armadas” (MFA)– empezaron a ocupar sus puestos y, a las 00:25 del 25 de abril, se lanzó la segunda y definitiva señal: la emisión de otra canción. Esta vez, una canción censurada por la dictadura salazarista: “Grandola, Vila Morena”, del cantautor revolucionario José (Zeca) Afonso. Los militares del MFA ocuparon los puntos estratégicos del país y, pocas horas más tarde, cayó definitivamente el régimen que había instaurado António de Oliveira Salazar cuarenta y ocho años antes. La democracia llegaba a Portugal.

Fue una revolución pacífica. Las fuerzas militares aceptaron las órdenes del MFA sin oponer resistencia y, a la mañana siguiente, una luz nueva invadía el país mientras la voz de Zeca Afonso retumbaba por las calles, hablando de hermandad, de amigos en cada esquina y de un pueblo que no se sometía a nadie. La esperanza atravesó aquella primavera. Una camarera, Celeste Caeiro, regaló un clavel rojo a un militar y este lo colocó en la boca de su fusil. Se convirtió en un símbolo pacifista. Los soldados lisboetas imitaron la acción de aquel primero y, desde entonces, hablamos de la “Revolución de los Claveles”. La revolución que comenzó con música y cubrió la primavera de flores y esperanza.

El verano pasado, en Faro, me hizo mucha ilusión encontrarme por casualidad con una placa que rezaba: “Zeca Afonso: trovador de la libertad, profesor y compositor. Vivió en Faro entre 1961 y 1964”. Encima del rótulo, el perfil de su rostro: cabello rizado, una expresión segura y determinada, de luchador, enmarcada por gruesas gafas de montura negra. Comunista y revolucionario, fue detenido en varias ocasiones por su oposición al régimen de Salazar, y censurado por la dictadura. La primera vez que cantó “Grandola” fue, curiosamente, en Santiago de Compostela, en 1972. Murió joven, en 1987, víctima de una esclerosis lateral amiatrófica –hay quien lo achaca al aceite de colza que probó en un viaje a España–. Tenía cincuenta y siete años.

En casa, tenemos un vinilo suyo que mi padre compró en París cuando era joven. He escuchado ese himno de la libertad desde mi niñez más lejana. Me han enseñado a admirar a las personas humildes que luchan por la libertad desde el arte; como José Afonso, como Labordeta o Silvio Rodríguez. La música es también una revolución; va de la mano de la poesía. Ahora que hemos celebrado el Día del Libro, como cada año, me reafirmo en la necesidad de conocer historias, mundos encerrados entre las páginas. Entre los acordes. Es necesario para vivir más plenamente, para percibir los matices secretos de la vida. Hace un tiempo, unos alumnos me cuestionaron por qué hace falta conocer la historia; por qué tienen que saber “cosas de personas que ya están muertas”. Y me pregunté en qué estamos fallando para que una parte de la juventud llegue a esas conclusiones. Somos quienes somos gracias a todos los muertos de la historia.

Recuerdo Lisboa en agosto. Las calles tórridas, la ropa limpia secándose en cuerdas, en los balcones; los aparatos de aire acondicionado derramando gotas de agua sobre el pavimento. Mi adolescencia, cuajada de nostalgia y de una felicidad de la que ni siquiera era consciente. Fotos en el tranvía, helados, gafas de sol. Hablábamos de aquel día, de aquellos claveles rojos. Mi padre nos contaba una y otra vez la historia, porque él también fue un luchador, un idealista. Hay vídeos que se extraviaron en algún ordenador, que ya habían llegado las cámaras digitales y se perdió aquella hermosa costumbre de revelar las fotografías y ordenarlas en álbumes junto a la televisión. Siempre en mate, que el brillo les quitaba naturalidad. Conocí entonces Lisboa y volví a sentirla leyendo a Pessoa, su Libro del desasosiego, y la voz de José Afonso cruza mi recuerdo, aunque yo no hubiera nacido en 1974, aunque acabara de anidar la esperanza y la democracia fuese un pajarillo recién salido del cascarón. Escribió Alberti que “La libertad no la tienen quienes no tienen su sed”.

Medio siglo más tarde, seguimos recordando. Existen lugares del planeta donde la libertad no ha extendido aún sus alas y solo hay sed. Pero también volverán la música y la primavera. Como cantaba Labordeta: “Habrá un día en que todos, al levantar la vista, veremos una tierra que ponga libertad”.

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