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Un verano aparte Cueva Bermeja, Ingenio

Los neveros del risco

Cueva Bermeja vive en otra dimensión de temperatura

Los neveros del risco

Cueva Bermeja era ayer el núcleo de la fragua grancanaria. La atmósfera hirviendo hacía tililar los objetos a la vista. En el fondo del barranco se iba asentando la calor reverberando sobre el asfalto y haciendo bailar al ojo la vista de la yerbamora y el guaidil.

La Aemet registraría allí una máxima de 39,2 grados. La cuarta marca del Archipiélago, en un hervor general que reducía la visibilidad como lo hace el vapor que oculta el proceso de sancochado de la papa.

José Santiago López López está también como una papa bullendo en trajines. Está cargando un dúmper amarillo del año de la pera, de la marca Agria, con un viaje de troncos de almendro para incrementar el fuego que ya hace fuera en el interior de los hornos y parrillas de su restaurante troglodita, el sin par Guayadeque, donde su mujer, Rafaela López Cazorla, -"esto es una tierra de mucho López, Cazorlas, Bordones, Marteles y Rodríguez"-, genera el 90 por ciento del acreditado comistraje de Cueva Bermeja.

El dúmper, vehículo ancestral diseñado al revés del pepino por un eje de dirección situado en popa, un volquete en proa, y un timón que se debe girar a babor si lo que se quiere es ir a estribor, pone la banda sonora a la conversa, un sincopado diesel tuc-tuc de dos octavas que imprime ritmo al biotopic de López López, señor que cumplirá 57 años en diciembre, "si no me cojo un golpe de calor y me voy al carajo".

Como el bochorno pisco más pisco menos siempre hubo, la chiquillería en Cueva Bermeja lo combatía en la acequia, esto en un lugar en el que por no haber no existían ni estanques ni pelotas.

Y sin pelotas "para dar un chute a portería", ni estanques donde naufragar a la fresca, la acequia se convertía en un rústico spa pero probablemente el primer jacuzzi de funcionamiento por gravedad, posición horizontal, plaza individual y oxigenación automática.

No había más. "El resto del entretenimiento era ir a buscar las cabras". O refugiarse durante la canícula en los neveros del risco, las cuevas que a golpe de piedra indígena primero, de cincel europeo después, y por último de martillo neumático han convertido al paredón de Cueva Bermeja en un fabuloso termitero de tenique, con cientos de metros de pasillos subterráneos, salones con techos de cinco metros de alto, escaleras al centro de la tierra y casas donde, haga el tiempo que haga en el planeta, o reciban el impacto nuclear que sea, se mantienen en la misma refrescante franja de los 17 a los 18 grados.

"Con la manta que nos abrigamos en invierno nos tapamos en verano", resuelve López López empujando una puerta que, como todo allí, también es de piedra.

Quiere enseñar un salón, para comprobar la veracidad del fenómeno térmico, que a su vez está pegado a una capilla horadada en la tosca dedicada a San Bartolomé, que es de todos los santos, el favorito del lugar.

Cuando el zaguán se abre y se caminan dos pasos da hasta frío por la inversión de temperatura. Su tío, con el que comenzó a trabajar de niño, Bartolomé López Cazorla, hizo un trabajo fino convirtiendo la entraña del barranco en una monumental sala rematada en una especie de altar sobre la que descansan dos enormes barriles.

A la izquierda del penetrante conjunto hay otra puerta. "Lo que hay por ahí adentro es un mundo", de tales dimensiones que no da el tiempo de verlo ahora, y menos con el tuc-tuc del dumper rezongando.

Los pasadizos incluyen miradores para asomarse a la superficie en la vertical, como la ballena que alonga a coger aire, que van colindando con otras estancias perforadas, que quizás den a la trasera o a la parte baja de otras casas, como la ubicada en el número 17 de Cueva Bermeja, situada a unos 20 metros de altura, y donde se encuentra Isabel Cazorla, de 78 años, viendo el programa matutino que están echando por la tele, La Rama en rabioso directo.

Isabel Cazorla es parte ineludible del Monumento Natural de Barranco de Guayadeque, categoría que dignifica a ese cauce, y que incluye otros pagos colgantes como Cuevas Muchas, Risco Vicentico, Risco del Negro o Montaña Las Tierras. También recuerda la acequia, "ah, en la que nos bañábamos con mucho respeto en atención a nuestros padres, porque entre menos agua desperdiciábamos más agua llegaba abajo", dice, casi susurra, mientras se oye La Madelón agaetense.

La cueva de Cazorla, jalonada de helechas y matillos de macetas, con enseres y atarecos en perfecto estado de revista, se hizo a mitad de siglo XX. José López Cazorla, su marido, allí apostado a la fresca en sintonía del canal, "pagó por hacerla", en un mecanismo que incluía la formación de ranchos de amigos y parientes para destripar la roca, tal como hicieron los indígenas desde el principio de los tiempos. "Por eso yo le abro mi puerta, para enseñarle que la vida no es otra que ayudarnos unos a otros".

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