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Dentro verano La Pasadilla, Ingenio

El pago que embauca

La Pasadilla lleva siglos y siglos como lugar preferido de antiguos canarios y hoy de medio centenar de residentes incondicionales

Tomás López Suárez está amarradito al fresco en una sombra de la calle Quesera, travesía principal de La Pasadilla de Ingenio. Viene de caminar un kilómetro y pico arriba y abajo como todos los días a sus 89 años de edad.

Tomás regenta la vieja tienda de un pago que patronea San Antonio, cuya ermita y plaza se encuentra a un tiro de níspero. Los reportes de esa tienda que tiene Tomás son recurrentes, dado que el formato es casi de libro, con su antiguo futbolín, las cajas de frutas Mi Niño, El Canario, y las pilas hasta arriba de ciruelas y melocotones, o los carteles de polos que combinan el Trufo Plus, con el Sandy Pop o el Kubanito. A eso se añade una cantata del mediodía de una verbena de pájaros instalados en una buganvilla que acrecienta la sombra de la calle Quesera.

López Suárez tiene una salud del carajo, y la memoria también. A vísperas de los 90 funciona tanto de aparato locomotor como de centralita. Hay que contextualizar la mejorada antigüedad y sostenida elegancia de un señor nacido en el mismísimo año de la división provincial de Canarias o cuando Charles Lindbergh aterrizó con el Espíritu de San Luis en París para rubricar el primer vuelo transoceánico de la historia.

A La Pasadilla llegó de carambola procedente desde el Ariñez de San Mateo. Fue a la fiesta de Santiago Bendito de Tunte de parranda, pero sobre todo a cumplir un promesa tras licenciarse de la mili, y salió del pueblo con premio, una novia con la que se casó y que lo mandó de las medianías del norte a las medianías del sureste. Eran los años 50 del siglo pasado y el punto era una polvajera sin carreteras de asfalto en verano y un torrentillo de agua en invierno. Todo con temperaturas continentales. Ayer mismo el termómetro del correquetecagas marcaba los 37 grados y subiendo, registrando en la colindante villa de Agüimes la segunda máxima del país. Con todo, Tomás asegura que los calores o eran mayores aún en sus tiempos, o quizá no habían suficientes medios para atemperarlos.

"Refugiados en las cuevas cuando venía el agosto fuerte", esto en un pueblo profusamente horadado en cuevas de habitación, hasta el extremo que el foráneo que llegara en burro, caballo o por sus propias alpargatas solo apreciaba el edificio de la escuela. Los niños ya saldrían de entre las lomas y el interior de la tierra cuando llegara la hora de ir a clase.

Ahí mismo, donde hoy tiene Tomás un solar "amurallado", como él dice, se amarraban las bestias que bajaban a Ingenio o bien subían por una endemoniada pendiente hasta el Pico de Las Nieves, y que hoy es considerada por Ciclored como el puerto más duro de Europa, entre otras, porque en ese pasar por Pasadilla la rampa se pone en una vertical del 20 por ciento. Ya no queda nada de aquél paisaje que en los ojos de Tomás aparecía sembrado de cereales de cabo a rabo. Era afrecho en tongas para vacas, muchas vacas, y también ovejas y cabras que producían en su conjunto un mundo de queso. López Suárez juntaba partidas de hasta media tonelada de piezas, que distribuía y mercadeaba luego por el resto de la isla.

En realidad, salvo lo del queso, nada nuevo que no se hiciera durante siglos y siglos antes de la Conquista europea, porque ya fue un núcleo de pastoreo y agricultura indígena. En su colindante barranco del Draguillo, que aporta caudales al de Guayadeque, existen los resquicios de un poblado también en cuevas utilizadas como silos fortificados, marcados de cerca con grabados en la piedra con formas antropomorfas y geométricas.

Ah, "pero los viejos mueren y los jóvenes se van", sentencia López Suárez, en una Pasadilla que es como tónica general, ya no tiene el abigarrado censo antiguo. Según los cálculos de María Isabel González Báez, que vive enfrente de donde Juana González, -que mantiene un auténtico jardín de calle a la vera de las casas-, se está friendo unos chicharros en un fueguillo que tiene en el garaje, "para no dejar el olor en la casa", vivirá allí un medio centenar de personas, si bien asegura que están viniendo nuevos.

Porque La Pasadilla, a pesar de tener nombre de lugar de paso, tiene un algo que embauca, empezando por sus propios habitantes. Un aquello que hace que cuatro horas de descanso sepan a diez en capitales, según los cálculos del marido de María.

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