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De BIC en BIC El casco histórico de Agüimes (1)

La villa de los mil años

El viejo pueblo se levanta sobre un núcleo aborigen que dominaba desde su otero mar y cumbre

Desde hace al menos mil años la superficie sobre la que se asienta el pueblo de Agüimes fue habitada por lo que en la jerga actual inmobiliaria se describiría como una villa de inmejorable ubicación. Bien cerca de la costa como para extraer a tiro de tenique sus recursos pesqueros, pero a una distancia de respeto para atisbar con tiempo a navíos y enemigos de baja estofa, el caso es que su cercano barranco envilmado de agua y unas tierras fértiles de la que brotan hasta los callaos el lugar fue siempre un objeto de deseo.

Así lo atestiguan los secretos que guarda las profundidades de la calle Sol o las de la plaza de San Antón, algunos datados en el año 1.000. De allí salieron cuando se peatonalizó el sitio restos de la dieta de los antiguos canarios entongados en forma de vertedero, convirtiéndose en uno de los primeros lugares que certificaban que el lagarto fue menú aborigen.

Ese mismo Agüimes prehispánico modeló el posterior a la Conquista. Aclara el restaurador de viejas casas de la villa, Manolo Mesa, que relata las calidades y singularidad de las teas, los arcos conopiales o los artesonados mudéjares escondidos en ese arcano arquitectónico, que la mitad de ese parque habitado "es aborigen, por eso algunas de sus calles son redondas, porque así lo eran las antiguas".

David Naranjo es arqueólogo de la empresa Tibicenas y encargado de las visitas guiadas que promueve la consejería de Patrimonio por los Bienes de Interés Cultural de toda la isla. Este fin de semana pasea a varios grupos por los vericuetos de Agüimes para descubrirle sus tesoros y el mecanismo histórico que ha esculpido un conjunto merecedor del BIC, que es la mayor figura de protección en Canarias.

Entre sus calles y partiendo de la plaza de San Antón, levantada en el siglo XVII, Naranjo invita a cerrar los ojos para abrirlos en la llegada de los europeos, en el momento en el que aquellos indígenas son bautizados y obligados a cambiar de nombre, lengua y vestimenta. Afirma el arqueólogo que allí "la gente no desaparece, sino que entran en un proceso de aculturación". Y lo hacen en el contexto de una peculiaridad única en la isla, la del Señorío de Agüimes. La corona de Castilla paga al clero su participación en la toma de las tierras grancanarias ofreciéndole al obispado una enorme golosina de terrenos donde plantar sin fin el oro blanco de la caña de azúcar regado por las abundantes aguas de Guayadeque, que son encauzadas por dédalos de canalizaciones y acequias diseñadas de cumbre a pueblo por especialistas del continente.

En la ruta se asomará la comitiva por una vera de la iglesia de San Sebastián para avistar el cauce, que también luce yacimientos prehispánicos y la Vega de Aguatona, de gran significado tanto para Agüimes como para su mellizo Ingenio. También simbolizan aquél mundo de agua la Heredad de La Acequia o la Huerta del Señorío.

Hay que cerrar los ojos otra vez para remontar centurias. Canarios y esclavos capturados en África cortan los tajos de caña rumbo al ingenio humeante, "en una imagen quizá no muy distinta a las plantaciones de algodón de los estados sureños de la América del siglo XIX". Ese mundo de precariedad es para el campesinado una lucha diaria por la supervivencia que imprimirá a la arquitectura canaria su propio sello. Sobre las clases populares recae el peso de la fiebre amarilla, del cólera morbo, del tifus, la ruina de los cigarrones y las sequías. Aferrados a los cultivos y con la vista en el cielo, "la casa no debe suponer un gasto, sino un lugar para dormir que no requiera de arreglos". Y cuanto más simple mejor. En los primeros años son hechas con callaos, como corrobora Manolo Mesa, y las maderas provienen de los pinares más a mano.

A medida que transcurren los años los más pudientes añaden alas y habitaciones, nuevas crujías, a veces techos de más de dos aguas. Y se traen maderas nobles de importación, como la riga de Honduras.

El clero, propietario de todo allí, levantó la Casa de la Cámara Episcopal, o Palacio Verdugo documentado desde 1764 y declarado monumento por su ornamentación mudéjar, su cantería con antepechos labrados, o su amplio patio de frutales que albergaba capilla, molino y depósito de grano.

Y también la plaza de Nuestra Señora del Rosario, a la que debe su forma actual desde el siglo XIX una vez reemplazada la vieja iglesia por el neoclásico templo de San Sebastián, alarde del poderío de la curia y cuya construcción se dilató durante un siglo y medio a partir de 1796, si bien el remate de su frontis tiene que esperar a 1939.

Otro espacio de especial encanto está a pocos metros, en la citada plaza de San Antón y también en la de Santo Domingo, testigos de dos edificios religiosos desaparecidos , la ermita del Santo Abad y el convento de los Dominicos.

En el mismo expediente del casco urbano que justifica su declaración como BIC se subrayan, "los interesantes" ejemplos de la arquitectura doméstica de la villa, algunos levantados en los siglos XVII y XVIII, "como las casas Alvarado y Saz, Lozano y, especialmente, las casas de Verdugo, vivienda episcopal que lleva el nombre del prelado canariense", sin olvidar el aliño de unas casas sencillas más humildes pero no por ello menos atractivas que se han conservado casi intactas hasta hoy por un curioso motivo que desvela Naranjo.

Según el arqueólogo, esa inmutable apariencia de pueblo antiguo es un legado de la propiedad del Señoría, "porque los que mandaban", subraya, "no eran unos alcaldes sin control que podían construir como les viniera en gana, sino la Iglesia, lo que marca una clara diferencia con otros núcleos urbanos al velar por su arquitectura tradicional".

La empecinada restauración y peatonalización de sus calles emprendida por el Ayuntamiento desde hace dos décadas hizo el resto, ofreciendo hoy una de las mejores postales urbanas de la Gran Canaria de isla adentro.

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