Como todos los jóvenes de todas las épocas y todas las nacionalidades, lo que verdaderamente buscaba Koya Yoshi cuando, con apenas doce años y recién terminados sus estudios primarios, se presentó a las pruebas de acceso de la academia militar de la Marina japonesa a escondidas de sus padres era independizarse. Lo de servir a la patria se daba por sentado y lo de dar la vida por ella si era necesario, también. "Llevábamos ya muchos años metidos en una guerra u otra y estábamos muy militarizados. Nos lavaban el cerebro", afirma el anciano con sorna, aunque sin rastro de humor.

Koya había nacido en el año 1931, en la próspera ciudad de Niigata, al noroeste de Honshu, la isla más grande del archipiélago japonés. Su padre era empleado de un banco y él fue el tercer hijo de un total de cinco hermanos, es decir, que era justo el del medio. Por este motivo, porque no era el primogénito, que tradicionalmente sustituye al cabeza de familia si a éste le ocurre algo, su progenitor no tuvo más remedio que dar su brazo a torcer cuando, poco después de que el muchacho comenzara el bachillerato, llegó una carta anunciándole que había sido admitido en la academia militar. Su hijo debía servir a su país. "Mi madre no paraba de llorar", recuerda el nipón, "pero yo no tenía miedo, porque los japoneses no tenemos la religiosidad de los europeos y no tememos a la muerte. Además, estamos convencidos de la existencia del paraíso, así que creemos que al morir honorablemente iremos a un sitio mejor y por eso quería ser piloto".

Corría el mes de abril del año 1944 y el joven Koya, que meses más tarde cumpliría los trece años, tuvo que realizar un pesado y largo viaje en tren de más de cinco días para llegar a la base militar de Fukuyama, a tan sólo cien kilómetros al este de la ciudad de Hiroshima.

La academia en la que, en adelante y durante tres largos años, tendría que permanecer interno se encontraba dentro de la base militar, aunque separada de ésta, y el muchacho pronto se habituó a su rutina: por la mañana, los más de setenta alumnos, doce por cada una de las seis aulas, tomaban clases de japonés, inglés, caligrafía, matemáticas o historia japonesa, entre otras asignaturas, es decir, exactamente la misma formación que hubiesen recibido en el instituto. Por la tarde, en cambio, era cuando los aspirantes a piloto recibían su instrucción militar: combate, mecánica de aviones, aerodinámica, artes marciales y kendo -lucha con espadas-. "Sólo los que, al final de esos tres años, obtuviéramos la mejor clasificación podríamos acceder a la escuela superior de pilotos donde, durante dos años más, aprenderíamos a volar de verdad y podríamos optar a recibir formación como kamikazes", explica con gravedad Yoshi.

Cuenta este anciano amable y risueño que, durante el año y medio que pasó en la base naval y aérea de Fukuyama -por aquel entonces los dos ejércitos, mar y aire, no se habían separado aún- recibieron numerosos ataques de aviones americanos. "Una vez, cuando yo salía del cuarto de baño, que estaba fuera del resto de las instalaciones, en el patio", recuerda, "de repente levanté la cabeza y vi cómo uno de ellos se acercaba a toda velocidad, dispuesto a empezar a disparar. Estaba tan cerca que, a pesar de que tenía los motores apagados, como solían hacer para que no advirtiéramos su presencia hasta el último momento, escuché el sonido que hacía al descender en picado sobre nosotros e incluso pude ver la cara del piloto americano justo antes de tirarme al suelo y cubrirme la cabeza con los brazos"...

A pesar de que los jóvenes aprendices apenas se relacionaban con los pilotos profesionales, aunque algunos no eran mucho mayores que ellos, cada sábado por la tarde, antes de partir hacia Okinawa en la que sería su última misión, los kamikaze celebraban una fiesta de despedida a la que asistían todos los ocupantes de la base, incluidos los soldados de la academia. "Y a nosotros nos encantaban esas fiestas", confiesa el anciano, "porque, como aún éramos menores y no se nos permitía beber alcohol, los mayores nos regalaban golosinas". Luego, al día siguiente, esos mismos aprendices de kamikaze despedían a los pilotos junto a la pista de despegue, agitando sus gorras en el aire. "Los veíamos despegar y fantaseábamos con la idea de que muy pronto seríamos nosotros los que iríamos en uno de aquellos aviones", rememora, entre risas, "e incluso nos permitíamos el lujo de hacer chistes sobre ello, como el de que probablemente en la escuela superior no nos enseñarían a aterrizar porque, al fin y al cabo, no íbamos a necesitar hacerlo".

En Fukuyama, los jóvenes estudiantes tenían cubiertas la gran mayoría de sus necesidades: no les faltaba ni ropa, ni enseres para su aseo personal y además de los alimentos básicos que les suministraba la Marina, en aquellas aguas abundaba el marisco, pues ya no quedaban pescadores que lo recogieran. "Así que las indigestiones por comer marisco eran bastante frecuentes entre los soldados por aquel entonces", asegura Yoshi, muerto de risa. Por eso, porque no necesitaban mucho más de lo que allí se les proveía, los soldados recibían un pago simbólico de cinco sen, es decir, cinco centavos de yen al mes, o lo que es lo mismo, el precio del sello de la carta que mandaban a casa periódicamente.

Pero el 6 de agosto de 1945 ocurrió algo que lo cambió todo: "Por la tarde empezaron a llegar soldados cubiertos de polvo y cenizas que nos contaron, asustados, cómo los americanos habían lanzado sobre la cercana ciudad de Hiroshima una bomba nueva que lo había quemado todo en apenas unos segundos", recuerda el anciano con tristeza. "La mayoría de los soldados en activo de Fukuyama se trasladaron entonces hasta allí para socorrer a las víctimas y enterrar a los muertos". Se calcula que unas 80.000 personas murieron aquel día en Hiroshima y que otras tantas recibieron algún tipo de herida.

Apenas nueve días más tarde, el 15 de agosto, el comandante de la base les notificó que el emperador Hirohito estaba a punto de hacer un comunicado importante y todos, grandes y pequeños, formaron en silencio frente a la radio, a la espera de escuchar las palabras de su Emperador. "Fue entonces cuando nos enteramos de que los americanos habían lanzado otra bomba igual sobre Nagasaki y que Japón se había rendido. La guerra había terminado".

"Durante los días siguientes", rememora el japonés, "nadie sabía exactamente lo que hacer. Deambulábamos de un lado para otro desconcertados, asustados, sin saber lo que vendría a continuación, hasta que el día 21 nos ordenaron a todos que regresásemos a nuestras casas".

Cuenta Yoshi que comenzó entonces un gran éxodo de oeste a este, ya que la mayor parte de los soldados había estado destinada en el sureste del país y regresaba ahora a sus hogares por todo Japón. "En la base nos entregaron diez yenes a cada uno y nos dijeron que podíamos llevarnos lo que quisiéramos, excepto las armas, así que yo cogí todos mis libros, pues pensé que a mis quince años tendría que seguir estudiando, y también ropa de abrigo, porque quizás en mi casa la necesitaran".

Así que un Koya aún muy joven deshizo el camino que había recorrido apenas dieciséis meses antes, aunque esta vez lo acompañaban miles de soldados que abarrotaban los trenes, que entraban por puertas y ventanas y hasta se sentaban encima de los vagones. "Cuando llegué al fin a Niigata, agotado y cargando con un macuto enorme y muy pesado", recuerda con lo que parece un brillo nostálgico en su mirada antigua, "me sorprendió que las calles estuvieran casi desiertas, así que le pregunté dónde estaban todos a un hombre que encontré de camino a mi casa. Fue él quien me explicó que la ciudad había sido evacuada porque se rumoreaba que los americanos tenían preparada otra bomba atómica como las que habían asolado Hiroshima y Nagasaki para lanzarla sobre Niigata, que hasta entonces no había sido atacada". Su familia no era una excepción; ellos también habían huido hacia zonas rurales más seguras. Su padre, sin embargo, había decidido quedarse al cuidado de la casa y fue quien lo recibió aquel día de agosto de hace ya 68 años. Por eso, fue Koya el único testigo de cómo su progenitor rompía uno a uno y con expresión solemne los bonos del Estado en los que, para ayudar a su país, había invertido todos sus ahorros y que ahora no eran más que el vestigio de un tiempo que ya no volvería jamás.

Lentamente, la familia de Koya, como tuvieron que hacerlo miles de japoneses, fue recuperándose y resurgiendo de las cenizas de un país consumido por la guerra.

El joven retomó sus estudios, se enroló como marinero en un atunero, viajó por todo el mundo ya como capitán de una flota atunera japonesa y un buen día del año 1965 recaló en Las Palmas de Gran Canaria con una oferta para trabajar en una consignataria grancanaria.

Y aquí se quedó. "Probablemente si no hubiera conocido a Ana María, en algún momento hubiera regresado a Japón", asegura el capitán Yoshi mirando con cariño a la que es su mujer desde hace cuarenta y seis años, "pero me quedé aquí por amor". Y ella, una sueca bellísima que lo cuida como si aún fueran novios, sonríe y asiente.

Ahora, jubilado y a punto de cumplir los 83 años, el capitán Yoshi ya no viaja a Japón, aunque lo hizo muchas veces durante los años que trabajó con empresas japonesas.

"¿De dónde soy yo, Ana María?", le pregunta a su esposa, juguetón, cuando se le interroga sobre dónde tiene en realidad el corazón. Ella se encoge de hombros y responde: "Ahora ya eres una mezcla extraña".