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El mito de la caverna

El bar Caborca, construido en 1979 con aspecto de una gruta volcánica, constituye una puerta de acceso a estratos recientes y a la vez remotos de la noche de Las Palmas

El mito de la caverna

En el mito clásico la caverna es una oquedad en la que la única luz que se atisba es la del exterior, que es la verdad. Pero en la caverna del Caborca (calle Prudencio Morales, 55) hay luz. Hay hasta luces de colores cambiantes que nacen como pistilos de una flor imposible en medio de un magma de escayola. En 1979, cuando este pub abrió sus puertas, a Las Palmas venían todavía turistas escandinavos suficientes como para llenar el local y trasegar en él ingentes cantidades de sangría. Y aún hoy hay hombres y mujeres del norte de Europa que renuevan cíclicamente su descenso al Caborca, pero ahora la fauna subterránea que predomina en él es autóctona: gente cansada de la tiranía de la moda a la que le atrae este bar precisamente porque está pasado de moda. Especímenes que respiran en la melancolía artificial de la gruta.

El troglodita que lleva dentro el reportero se siente también a sus anchas en este hábitat que imita un tubo volcánico y en el que las copas se sirven sobre mesas de máquinas de coser. Sobre ellas penden estalactitas de escayola pintadas de rojo, lámparas de yeso en forma de lágrima y bolas de espejitos como las de las discotecas de los sesenta. Una mixtura de pasado remoto y retrofuturismo en la que la mezcla no conciliada de ansiedad y euforia propia de la modernidad refulge de forma rara.

Agustín Martel, propietario del Caborca desde 1982, explica que el nombre del establecimiento lo tomó el anterior propietario de la ciudad mexicana del estado de Sonora. Qué tiene esto que ver con una cueva volcánica o con el ambiente de La Puntilla, la zona donde se asienta este establecimiento que cierra los domingos, es algo que solo puede explicar aquel impulsor del garito. De lo que sí puede dar fe Martel es de que toda la decoración se hizo a mano para conferir a la escayola la textura áspera y las formas retorcidas de la lava solidificada, bajo la que se camuflan los altavoces del bar.

La espeleología de la noche capitalina tiene en este local una puerta de acceso a estratos recientes y a la vez muy remotos: los de una ciudad que se dejaba contagiar con entusiasmo con las costumbres liberales de los visitantes nórdicos a los que ofrecía en reciprocidad luz solar y bellos paisajes naturales, o artificiales como el de esta gruta que aventa ensoñaciones míticas. Por lo demás, cuando cruzan el puente que sortea el riachuelo que discurre a la entrada del bar, a los noctívagos les esperan otros reclamos: los estupendos gin tonics que Agustín Martel prepara con maestría y los deliciosos pinchitos que éste sazona con un toque de soja.

Retirarse a la cueva para viajar al interior de sí mismo. Abelardo León González, ingeniero informático, uno de los clientes habituales del Caborca, acostumbra varias veces por semana. Se acoda solo en la barra con su portátil para atender sus encargos o para trabajar en la redacción de sus novelas. En 2014 publicó La última carta. La vida de Elizabeth Murray, que discurre en una plantación esclavista de Richmond durante de la Guerra de Independencia de Estados Unidos. Ahora espera publicar a final de año La última carta. La vida de James Murray, prolongación de la anterior, situada en el mismo periodo histórico pero ambientada en Boston.

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