Hasta la segunda planta, la fachada frontal del edificio donde vive Agustín, calle Tamarindo 26, está cubierta de azulejos, verde oscuro el zócalo, verde claro, el resto. El revestimiento cerámico de la tercera se ha desprendido en buena medida, pero está igualmente colocado con aparejo en espina de pez, el mismo que usó Brunelleschi en la cúpula de la Catedral de Florencia. Hay una cuarta planta, aún, con cemento visto, que probablemente no persigue mostrar la verdad de este material, sino que simplemente devela falta de presupuesto para cubrirlo. Los huecos y molduras geométricas de esta construcción del barrio de Las Torres, entre ellos sus dinteles de color beige, propenden a la descomposición. Tal rasgo, unido a la articulación asimétrica de los volúmenes del edificio, sobre todo si se contempla este conjuntamente con el que colinda a la izquierda del contemplador, trae, involuntariamente, a la memoria experimentos de la arquitectura holandesa de entreguerras. Pero, obviamente, lo que remata la singularidad de esta construcción de Las Palmas es el ornamento del dintel de la puerta del garaje de Agustín: figuras de perros, patos, un camello y un tucán atornilladas sobre un volado en forma de pirámide invertida, con las imágenes de mayor escala en los extremos.

Agustín es chatarrero, tiene 54 años y vive desde que nació en esta casa que su padre construyó hace sesenta. Como la decena que se alinean con él, su edificio se levanta sobre un terreno que fue de su abuelo, quien "tenía un carro y dos mulas y vendía leche por ahí". Tras la hilera de viviendas se extiende el barranco de El Cardón, relicto agrícola de Las Palmas, que empezó a extenderse por aquí en algún momento tras la explosión urbana de los sesenta. Hasta no hace tanto en el barranco había un gallo que, según cuenta el morador de la vivienda objeto de este reportaje, fue retirado por orden municipal a raíz de la denuncia de un vecino al que le molestaba su canto. En su garaje Agustín ha habilitado un taller para desmontar la chatarra que recoge y vende por distintos parajes de la Isla, entre ellos Maspalomas, donde compró el camello, y Vecindario, donde adquirió el tucán.

El sol límpido de mediodía inunda todos los cuerpos y proyecta la sombra del camello, los perros, los patos y el tucán contra el garaje de Agustín. Manuel Feo Ojeda, arquitecto, profesor de la Escuela de Arquitectura de Las Palmas, que acompaña al reportero en la visita, indica que en este dintel el ornamento cumple la misma función que cumplía en el frontón del templo griego: da una dimensión parlante a la arquitectura, ligada al mito en la construcción clásica, vinculada a la memoria local en este enclave que hasta hace unas décadas no era ciudad sino campo.

Seguramente a los expertos en patrimonio cultural de parámetros ortodoxos, el edificio donde vive Agustín, y más concretamente el ornamento que corona la entrada de su taller, les parecerá una manifestación inauténtica y de mal gusto que refleja únicamente el desarraigo de sus propietarios. Un elemento, como diría el antropólogo Fernando Estévez, que a sus ojos negaría "la arquitectura 'tradicional' en una época en la que ésta se ha convertido en uno de los principales recursos de la industria turística". Un desprecio por parte de la ortodoxia docta, y en última instancia terriblemente nostálgica, que en realidad lo único que haría, Estévez de nuevo, es "fracturar la continuidad y la memoria histórica" de la comunidad que ha habitado este lugar durante generaciones.

Por otro lado, desde la perspectiva de la arquitectura hecha por arquitectos, puede haber varias lecturas. Una, la que hace el propio Manuel Feo Ojeda, lee el ornamento de la entrada del garaje de Agustín como portador de memoria, inventiva y emoción. Otra, heredera de la ortodoxia moderna, lo deploraría, condenaría moralmente las figuras de los perros, los patos, el tucán y el camello, en tanto que anacronismos superfluos, impuros y residuales. Una tercera aún, postmoderna, que adquirió cuerpo a partir de los años setenta y aprendió sin complejos de la representación arquitectónica en la ciudad-casino de Las Vegas, reivindicaría este ornamento de Las Torres como fuente de gratificación sensorial y de liberación de emociones reprimidas, pero lo haría siempre con una óptica irónica que diluiría el significado.

Por lo demás, no hay que enredarse en abstrusas teorías para verificar estas cuestiones. Basta con abandonar la calle Tamarindo, donde tiene su domicilio Agustín, y caminar algunos pasos para entrar en Siete Palmas. Este barrio fue levantado en los años ochenta en un proceso de borrado casi total del sustrato geográfico y cultural preexistente y en él los centros comerciales han sustituido a las calles y las plazas como lugares de encuentro ciudadano. En estos últimos el ornamento, en función exclusivamente de reclamo comercial, se hace a base de simulaciones de opulencia tecnológica. No es pues un ornamento condensador de memoria sino difusor de amnesia. Por cierto, no está de más decir que, en el terreno en el que ahora se levanta su vivienda y las de sus descendientes, el abuelo de Agustín tenía ocho perros, tres camellos y varios patos. Lo que nunca tuvo fue un tucán.