La crisis alimentaria mundial está volviendo a ser objeto de atención informativa, entre otras cosas por su virulencia, algo que la crisis financiera había vuelto a tapar. Mil millones de personas sufrirán hambruna en 2010, si es que muchos viven para contarlo. Tan atroz se ha puesto todo que el Banco Mundial está barajando ya otra cumbre sobre seguridad alimentaria, después de que por vez primera la situación de alarma global pasara en noviembre pasado al primer plano de la agenda política. Claro que todo aquello quedó en humo.

Por eso se trata de lo mismo, de frenar la desestabilización de los mercados a la que han conducido no sólo las determinaciones naturales (las sequías, el cambio climático), que también, sino sobre todo la financiarización de las materias primas y las llamadas utilities, su salto adelante en los mercados de valores.

Esta financiarización es, de hecho, lo que más ha volatilizado los factores de producción agrícola en todo el mundo (agua, tierra, semillas...), haciendo retroceder quince años los avances en la lucha contra el hambre. Lo curioso es que todo empezó al abrirse los mercados europeos (para África y otros países ACP) y norteamericano (para Méjico y Brasil sobre todo) a sus envíos, una demanda histórica del Tercer Mundo que finalmente se ha vuelto perversa. ¿Por qué? Porque las élites de países que no tienen ni para comer pasaron a producir cada vez más cultivos de exportación, que actúan además como activos en los mercados (globales de valores) secundarios viéndose promocionadas por flujos foráneos de inversión especulativa. Claro, el precio fue que también sus mercados quedaron abiertos a las exportaciones de la agricultura del Primer Mundo.

Así que el resultado fue el abandono de los cultivos de consumo básicos de poblaciones locales (mijo, etcétera), a los que las importaciones de productos equivalentes hundieron, alterando la dieta con consecuencias casi inmediatas sobre la salud y haciendo, a su vez, depender la alimentación de esos países de los volátiles precios internacionales. Un ejemplo: la cebolla holandesa (producida en invernaderos con calefacción artificial) ha destruido al cultivo de cebolla en Senegal exportada sin freno. Y ha empobrecido a muchos pequeños agricultores senegales. Ahora, que Senegal no cultiva cebolla, la importada sube de precio casi por días.

La conclusión es obvia: hay que revisar la globalización alimentaria (actualizando el proteccionismo por el bien de todos los países) y rescatar a la agricultura de la lógica especulativa internacional, o el hambre y las epidemias llevarán al mundo al precipicio. Y para ello lo más directo es sustanciar los propios baremos de seguridad alimentaria de la FAO: que el cincuenta por ciento del consumo alimentario de un lugar sea de producción local.

Esto, claro está, depende de dos factores: voluntad política y financiación. Y no resulta sencillo en los países pobres. Por eso es cargante que el que puede alcanzar las cotas que quisiera de soberanía alimentaria, como España, cuya dependencia ronda el setenta por ciento, ni lo haya hecho ni lo tenga previsto en serio. Francia, Italia y Alemania están ya en ello: aumentar rápido la producción en fresco y, por tanto, lo más cerca del punto de consumo. Se trata sólo de pensar un poco.