No es nada nuevo que ciudadanos que empezaron en una comunidad de vecinos a gestionar ingresos y gastos y a poner en marcha adecentamientos de fachadas acaben en la gestión pública, fichados por un partido político que los vio como un instrumento útil para captar a un barrio influyente. Esta vía de ingreso de abajo a arriba no parece ahora mismo la más boyante ni agraciada. Los políticos se han ganado a pulso la desconfianza, y cada vez son más los ciudadanos que están ansiosos para que una célula de eficientes tome el poder y establezca un programa de prioridades que obstruya la cañería de la crisis. Las encuestas ponen en positivo un asalto comandado por expresidentes y técnicos cualificados, pero hay otra opción más extrema. ¿Qué tal lo harían Botín, Carlos Slim, Amancio Ortega o el dueño de Mercadona al frente de las decisiones económicas del Estado? No se trata de que estos hombres de éxito en tiempos canijos ingresen en una formación política y desde la tribuna del Congreso de los Diputados hagan fuerza para sacar adelante leyes correctoras. No, más bien lo que se exige es poner en cuarentena la soberanía democrática y que estos empresarios o banqueros tengan las manos libres para probar las estrategias de las tiendas de Zara o de la sucursales del Banco Santander en el ajuste del déficit público. Este poder de salvación nacional no deja de ser la empanada de los desesperados, pero ojo: los barómetros dedicados a seguir el temperamento del personal entre el flujo de los recortes y el paro subrayan un desencanto democrático, a la vez que un cansancio por la carencia de soluciones. Los citados más arriba, ganadores en la ruleta de la recesión, reciben mensajes a través de las redes sociales para que ofrezcan su conocimiento al servicio de la economía nacional. El discretísimo Amancio Ortega, al que un ranking reciente lo catapulta como el más rico de Europa, conoce las opiniones de los que creen que todo sería diferente con criterios como el suyo. El empresario ni se perturba. Su aportación, afirman sus asesores, son miles de puestos de trabajo frente a otros que sólo quieren cerrar el chiringuito, liquidar y llevarse el resto a la caja fuerte, y después buscarse un puesto en alguna directiva que salga de vez en cuando en las páginas de la cosa social.

El enfoque de atiborrar de demonios a todos los que tienen un cargo público por vía electoral no deja de ser, de entrada, el resultado de una peligrosa amargura: la búsqueda arrebatada de una eficiencia a cambio de un directorio, de la quimera de una república platónica de los mejores o del sea usted más apolítico y mucho más franquista. Pensar que el héroe de una marca de ropa o el de la cesta de la compra más barata puede sacarnos del marasmo forma parte de la tragedia, de la irremediable mirada a lo único que funciona en medio de una tormenta que no arrecia. Esta especie de sarampión social contra la democracia y sus signos debe ser excusado desde el entendimiento a una clase media víctima del hachazo presupuestario, pero no sin olvidar que frustraciones similares dieron lugar a espaldarazos todavía de compleja interpretación (el más cercano, Berlusconi). Los más sano a la hora de comprar un producto de alguno de estos caballeros de referencia es pensar que, aparte de enriquecerse, deben revertir parte de sus inmensas plusvalías en la creación de puestos de trabajo o en políticas de mecenazgo universitario. ¿Por qué hay que creer que la sensibilidad para hacer fortuna es homologable con una reconocida habilidad para la gestión pública? Es a la conclusión a la que se llega cuando se cierran compuertas una detrás de otra, o cuando un país se llena de currículum que esperan una respuesta que nunca llega. A veces la fe ciega no resulta la panacea.