Los trazos angulosos, la cromática brillante y los agresivos claroscuros de su estilo gráfico y pictórico dieron durante muchos años testimonio de un talento indivisible de su afabilidad y buen carácter. Eduardo Millares acabó llamándose Cho Juaá, como el personaje. Pese al contraste, la simbiosis era perfecta. El artista volcaba en el porte, las maneras y las palabras de su criatura la irónica retranca de una aguda visión del mundo. También la ternura era frecuente en su mirada, como lo es en la idiosincrasia insular, y perfilaba a través de ella la bonhomía subyacente en aquel icono extraordinario de la fusión de la sociedad rural en el espacio urbano. El maguito era más largo y perspicaz de lo que su imagen dejaba suponer. Sus réplicas y ocurrencias, en lenguaje siempre "campurrio", nos movían a pensar como si fueran proposiciones de psicología social. Y aunque pareciera a veces tan ácido y mataperro se hacía querer por su buen fondo y, sobre todo, su gracia.

Mañana lunes habrán pasado veinte años sin Eduardo. Prematuramente desaparecido, como algunos de sus hermanos, tuvo tiempo y voluntad para crear un código visual personalísimo, que crecía a dos niveles: el de Cho Juaá, su mujer y sus vecinos como protagonistas de la viñeta de humor cotidiana, y el de todos ellos como ambicioso arquetipo pictórico. El grafismo urgente y volandero del primero de esos mundos llegó a ser una alegoría esperada y buscada en las ediciones de Diario de Las Palmas. Tenía la virtud de interpretar en clave humorística la personalidad de las cosas serias que catalizaban el interés de la opinión pública. En la otra vertiente, cuidó con mimo y esfuerzo la calidad artística de la caricatura como símbolo. Por fortuna, nada perdimos de aquella creatividad proteica. Las viñetas se perpetúan a buen recaudo en la hemeroteca del periódico, y las pinturas han sido tuteladas o reproducidas con primor por sus hijos y por amigos como Alfredo Schamann, exégeta denodado de la obra y la memoria de Eduardo.

Tuve la suerte de charlar muchas veces con él cuando llegaba al periódico a entregar sus "crónicas dibujadas". Era un vitalista de formidable calidad humana, chispeante y vivaz en el diálogo, amigo de sus amigos. Pasaba de reconocimientos, aunque los ganase con mérito incuestionable. Veinte años después, cuando su obra está viva y su voluntad artística sigue vacante, ha sido propuesto para los honores y distinciones del Cabildo insular y del Ayuntamiento capitalino. Nada más justo, ni más merecido. Eduardo Millares Sall es autor del mejor imaginario plástico del tiempo en que Gran Canaria entró en la modernidad sin abjurar de sus señas identitarias. Con la óptica del humor, supo interpretar ingeniosamente el conflicto de aquella transformación histórica y somos muchos los que, por ello, le debemos gratitud, empezando por las instituciones que nos representan. Será una delicia imaginar a Cho Juaá contándonos el trance honorífico en sus propias viñetas...