Fue guapo, muy guapo. Alto, peinado a un lado, de dientes grandes y uniformes. Una hilera perfecta. Tenía mucho pelo que dominaba con brillantina. Era buen boxeador y a nosotros, unos chiquillajes, nos hacían gracia sus fintas, sus ganchos al aire, su pillería. Chulito, presumido. Se llamaba Santiago. Cuando tenía un combate nos traía el cartel anunciador de la velada donde aparecía con esa pose tan característica de los boxeadores, medio encorvados. Nos reíamos. Con el tiempo y sin que nadie lo explicara entendimos que el cobijo que mi padre le daba estaba originado por su desamparo; de familia humilde, el chico vivía en un portón del barrio con una familia numerosa, 15 o 20 personas, cuya lucha diaria era sobrevivir. En ese contexto hizo suya nuestra casa y nuestro padre que lo vigilaba, le daba consejos. Durante años estuvo cerca de "el viejo" que le convirtió en su colaborador. Lo quería mucho. No escribía mal y le gustaba hacerlo, pero las mujeres y la noche le atraían más.

No recuerdo cuándo dejó de transitar la casa pero tengo imágenes de nuestro boxeador en lugares poco recomendables. La droga había llegado a su vida pero la venció y volvió a estar cerca de mí padre que le encargaba entrevistas, lo que era un aliciente para él. Parecía que había remontado, pero no. Un día supimos que había caído de nuevo y ya no levantó cabeza. No volvió jamás a casa. Yo sí lo veía, sabía dónde paraba. Ya no quedaba apenas nada del chico divertido, simpático y deportista. Nada. Un día, fallecido mi padre, me llamó. Estaba muy enfermo y quería contar su vida. Le aconsejé no hacerlo, pero fracasé. Parece que estoy viendo aquella página de prensa con su cara devastada por la heroína. Hace poco conocí a su hija y hablamos. Lo sabía todo. O casi.

Cuando mi padre murió escribió una carta conmovedora que, desolado, tituló "¿Y ahora, viejo?"

Ya era tarde. La muerte le ganó el último combate.

stylename="050_FIR_opi_02">marisolayala@hotmail.com