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Votar contra todo pronóstico

El famoso experimento del abstencionista que el lunes comprueba satisfecho que su voto por cualquiera de los partidos en juego no hubiera alterado el resultado electoral, demuestra que los millones de votantes ejercen su derecho al sufragio contra todo pronóstico. La opción racional sería abstenerse, pero el planteamiento de esta hipótesis parece blasfemo incluso para quienes ya han decidido que mañana no acudirán a las urnas. Tres de cada cuatro encuestados consideran que hay que votar, aunque luego incumplan este compromiso en elecciones donde la participación no llega al 75%. La abstención tiene un mal nombre, degrada a quien la predica.

El sacramento del voto suscita una aprobación social equiparable a las actividades fisiológicas básicas. La participación democrática es socialmente necesaria "como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minuto", parafraseando a Gabriel Celaya. Si se ahonda en estos versos de combate, las elecciones son la poesía de la democracia, el Gobierno aporta la prosa. Sin embargo, las urnas constituyen una adicción contradictoria. Cuatro de cada cinco encuestados manifiestan su nula confianza en el Parlamento. Son prácticamente los mismos que participarán en las elecciones parlamentarias. Nueve de cada diez sondeados desconfían absolutamente de los partidos. Quedan incluidos aquí todos los depositantes de una papeleta, salvo los votantes en blanco y quienes anularán su voto apuntando el nombre de Bertín Osborne.

La abierta contradicción, entre la frustración con las instituciones democráticas y la tozudez en el voto pastoreado por ellas, reside en la idea de que la comparecencia en las urnas contribuye a moldear un estado de opinión, pese a no ser decisiva para el resultado. Contra la tentación abstencionista, cada papeleta no emitida favorece a los partidos que no iban a recibirla en ningún caso, y tal vez con plena intención de quien ayuna su sufragio. Todos los ciudadanos votan, un porcentaje variable de ellos se deja votar por sus vecinos. Es decir, se abstienen. Es una muestra de confianza en el veredicto ajeno que no abunda en la actual configuración egoísta de la sociedad.

En España, existe una correlación llamativa entre la frecuencia en las urnas y el desenlace electoral. Las dos grandes mayorías absolutas del PP, en 2000 y 2011, sobrevienen con una participación anormalmente baja, en ambos casos por debajo del 69%. Los votantes progresistas no abjuraron de sus ideas ni trasvasaron su papeleta. Se limitaron a quedarse en casa. La derecha siempre vota, la izquierda siempre reflexiona. Los mejores resultados para el PSOE exigen participaciones por encima del 75%, aunque pocas imágenes alcanzan en ridiculez a los profetas que durante el domingo electoral emiten vaticinios según los datos de asistencia a las urnas.

Sería fácil consensuar que las elecciones más decisivas hasta la fecha tuvieron lugar en 1982, las primeras tras el golpe del 23F. En efecto, la participación en la subida al poder de Felipe González bordeó el ochenta por ciento, no superada ni antes ni después. Quienes sostienen que el 20D supone la mayor encrucijada de la historia española creciente, se miden con ese techo. La multiplicación de opciones funciona como un mecanismo de seducción. La oferta electoral se concreta por primera vez en partidos en los que no hace falta creer, porque para votarlos basta con descreer de los tradicionales. La alineación clásica entre izquierdas y derechas se superpone a la elección entre formaciones viejas y nuevas.

El despliegue del abanico electoral disminuye la probabilidad de que el votante contribuya a un partido sin representación apreciable, a escala estatal si no en su provincia. PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos tienen derecho a reclamar con igual virtualidad el voto útil, por no hablar de los nacionalistas catalanes y vascos.

Un día antes del 20D, ningún miembro del cuarteto de contendientes puede jactarse de que su concurso será imprescindible para formar el nuevo Gobierno. A cambio de la diversificación, el votante asume por tercera vez en dos años el riesgo de opciones a estrenar. Hasta los populares han rebajado sin embargo sus acusaciones de bisoñez, porque los electores vienen demostrando que arriesgan más que los políticos radicales. Se han tomado el voto por su mano, no aceptan guías. La imagen de votantes interrelacionados que coagulan en torno a un líder gana preeminencia, sobre la estampa clásica del candidato como intermediario omnipotente entre voluntades individuales. Por supuesto, la última palabra al respecto no corresponde a los sondeos. Se queda en las urnas.

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