La Provincia - Diario de Las Palmas

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¡Madre, el amor más soberano!

La madre es una mujer que tiene algo de Dios, por la inmensidad de su amor, y mucho de ángel, por la incansable solicitud de sus cuidados. Una mujer que, siendo joven, tiene la reflexión de una anciana, y, en la vejez, trabaja con el vigor de la juventud. Mujer que, si es ignorante, descubre los secretos de la vida con más acierto que un sabio, y, si es instruida, se acomoda a la simplicidad de los niños. Mujer que, si es pobre, se satisface con la felicidad de los que ama, y, si es rica, es capaz de dar con gusto su tesoro por no sufrir en su corazón la herida de la ingratitud. Mujer que, mientras vive, no la sabemos estimar porque a su lado todos los dolores se olvidan, pero, después de muerta, daríamos todo lo que somos y todo lo que tenemos por mirarla de nuevo un solo instante, por recibir de ella un solo abrazo, por escuchar un solo acento de sus labios...

Monseñor Pildain calificaba a la madre de jardín de purísimos amores que embalsama nuestro ambiente; cielo claro, sereno, que nos ilumina con su mirar; vaso de bendición que contiene la miel de todas las dulzuras; casta musa que nos inspira los mágicos ensueños del vivir; celestial mensajera cuya voz resuena en nuestros oídos cual música divina, y cuya presencia basta para calmar el alborotado mar de la pasión; amante incomparable a la que vuelve siempre el corazón, desengañado de todos los otros amores; regazo santo que nos acoge como nos acogería un ángel y que, como ángel de amor, en efecto, se nos aparece en nuestra cuna, cuando niños; junto al lecho del dolor, cuando enfermos; y entre nuestros mismos brazos, prodigándonos el consuelo de sus lágrimas y sus besos, cuando más pobres y derrotados y abandonados nos encontramos. Decía monseñor Pildain de las madres: "La madre es, para cada uno de nosotros, en el orden natural, la bendición más excelsa, el encanto más embelesador, el consuelo más infalible, el amor más soberano". Tenía razón el santo obispo de Canarias, porque los ojos de una madre siempre reflejan amores que no reflejan ningunos otros ojos; manos de madre prodigan caricias que no prodigan ningunas otras manos; labios de madre estampan besos que no estampan ningunos otros labios...

Sobre la madre se ha escrito muchísimo. Se ha dicho casi todo. Es fuente de inspiración. Inagotable. Amplia. Variada. Cada hijo tiene vivencias, distintas en su forma pero idénticas en el fondo, toda vez que una madre es lo más grande del amor. Adalbert von Chamisso, poeta y novelista alemán que vivió entre los años 1781 y 1838, escribió: "Sólo una madre puede saber lo que significa amar y ser feliz". Es cierto, porque, aunque tenga razones más que sobradas para la indiferencia, la madre siempre ama sin esperar nada o muy poco, y convierte la angustia y la tristeza en felicidad, aguantando, sin que se le note, los malos ratos que podemos proporcionarle, e incluso siendo generosa ante nuestro posible egoísmo, a sabiendas de que "las bendiciones de una madre para un hijo agradecido son siempre un sacramento divino", como manifiesta el poeta italiano Pellico en su obra Doveri degli uomini.

Cuando muere la madre -Dios llamó a la mía el 31 de enero de 1991, día de San Juan Bosco, de quien ella era muy devota- notamos su ausencia física y es inmenso el vacío que deja en nuestro corazón. Lógico, porque la madre es lo más grande del amor en la Tierra. Es imagen de la otra Madre, que nos dejó de modelo al Amor, con mayúscula, vía segura para llegar un día a disfrutar de la Vida.

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