De todos los recuerdos que muchos de nosotros añoramos en nuestra infancia, era jugar al fútbol en cualquier campeonato de la capital, ya fuera en el barranco del Guiniguada, Ciudad del Mar, la Cícer, la Piscina de La Isleta, temporadas 58 / 63 en categoría infantil. (Qué satisfacción jugar a la pelota en estos campeonatos, qué maravilla de futbolistas pelotearon en los mismos). Superficialmente no parece ser mucho más que un juego en un terreno infantil, un placer inofensivo derivado de la conciencia de que impulsar un objeto esférico produce un movimiento mucho más espectacular que golpear cualquier otra forma geométrica. Para los niños de aquella época se trataba simplemente de un pasatiempo divertido que forma parte de la explotación de las propiedades físicas del entorno, del mismo modo que saltar, brincar, etc. Pero a diferencia de esas acciones futboleras, el hecho de dar patadas a una pelota o un balón, por algún extraño motivo, perdura hasta la edad adulta y adquiere todo el ornato de una industria importante. Debe de haber algo más que lo que se ve a simple vista. Puesto que las acciones son en sí mismas tan simples, la verdadera explicación tiene que ser que de algún modo se han visto impregnadas de una significación simbólica. No hay serenidad más límpida que los recuerdos de ayer.