La Provincia - Diario de Las Palmas

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Desde mi isla

En el centenario del instituto Pérez Galdós

Por una información puntual, leída en LA PROVINCIA, me entero que se está celebrando el Centenario de la fundación del Instituto Pérez Galdós, en el que estudié el Bachillerato. Ha faltado la suficiente difusión, con anterioridad, para que los antiguos alumnos pudiésemos colaborar activamente, en esta conmemoración, contribuyendo con ideas y trabajo en el mayor esplendor de esta solemne fecha. Los 80.000 alumnos que han pasado por las distintas aulas, ante la situación creada, me han permitido recordar Las Almas muertas de Nicolás Gogol, en la que los siervos de los terratenientes se registraban como almas, con sus consecuencias fiscales y sociales. Chichikov, uno de los terratenientes, compraba los registros de las almas muertas para incrementar su prestigio social, en la línea del consumo ostensible de las sociedades primitivas (T. Veblen) y las vanidades de la sociedad actual.

Esa cifra de 80.000, sin duda, pertenece en su mayoría a alumnos fallecidos (las almas muertas rusas), pero el resto queremos recordar que la historia del instituto no es la de los viejos pupitres, cargados de muescas de navajas, con frases de amores fallecidos, insultos a algún que otro profesor o simplemente nido histórico de carcoma ilustrada. Tampoco es la historia de los ladrillos, puertas y ventanas. La verdadera historia es la de los profesores y alumnos que hicieron posible -unos dando y otros recibiendo conocimientos- una ciudad más libre, más culta, más tolerante y en suma más habitable. Entre este capital humano hay médicos, ingenieros, abogados, economistas, peritos, maestros, etc, que con su esfuerzo y ejerciendo su profesión pagaron a la sociedad el capital que invirtió en ellos. Me viene a la mente, a bote pronto, los nombres de Fernando Díaz Cutillas, Andrés Álvarez, médico, Luis Verge, Martinez Melgarejo, ingenieros. Muchos jóvenes llegaban, desde los pueblos, al Instituto de Canalejas con sus tarteras conteniendo no solo la comida sino el sacrificio de aquellas madres que se levantaban al alba para hacer posible que sus hijos tuvieran la educación que ellas no tuvieron. Los hermanos Bernardo y Pino Campos llegaban en bicicleta desde Casa Ayala, sorteando en invierno las piedras que caían sobre la solitaria y abandonada carretera de El Rincón.

El pequeño patio-respiradera del edificio era nuestro verdadero espacio compartido. Allí nos juntábamos todos en el recreo. Y allí se formaron los mejores jugadores que en aquella época pudo disponer Gran Canaria, cuando el fútbol acaparaba en absoluto monopolio todo el deporte.

Paso ahora a tratar del personal subalterno y de los profesores. Teníamos un verdadero creador en el jefe de Administración D. Vicente. Era capaz de transformar una póliza de una peseta en cuatro pólizas. Teníamos un bedel, Carlitos, que se movía entre los afectos de los alumnos, por su bondad repujada en los galones amarillos de su uniforme. Teníamos un portero, Sánchez, que en sus delirios alcohólicos no se enteraba cuando nos colábamos por la puerta que guardaba, camino al parque de San Telmo.

Pero este cuadro de gran humanidad se magnificaba con la gran categoría de los profesores. D. Arturo Sarmiento Valle fue mi profesor y mi amigo. Fue catedrático de Filosofía ("La ciencia de todas las cosas por medio de la razón y sus causas últimas"). Era sordo pero sabía que éramos, a la par, crueles y revoltosos. Lo deducía con la misma lógica que nos enseñaba, despertando nuestro interés. Cubría el expediente conminándonos con periódicos avisos: "Respeten la Cátedra". Me permitió moverme libremente en la extensa biblioteca que tenía en la azotea de su casa en la calle Castillo 10, que había heredado su esposa doña Emilia Velázquez García, hija del ilustre abogado y valedor de los cabildos en 1912 Manuel Velázquez Cabrera. La casa se conoce como la del Obispo, por su relación con el obispo Verdugo Albiturria.

Cómo no recordar al catedrático de Ciencias Maximino San Miguel (el bello Maximino) un dandi que recaló en Canarias ¡a saber por qué! Vestía como un maniquí, pero en vez de sujetarse el pantalón con un cinturón lo hacía con una vieja corbata. Las ciencias, con él, eran una asignatura divertida y esperada. Te podías copiar en los exámenes, siempre que le hubieses comprado el libro que había escrito. Si no era así ya podías empollar para aprobar.

Las biografías de todos los profesores darían para un libro nostálgico. En aras de la disponibilidad de espacio, cito a D. Joaquín Artiles, sacerdote y catedrático de Literatura, natural de Agüimes, que hacia de sus clases un recital de poesía. La palabra hecha verbo. Con Joaquín Blanco también tuve una buena amistad. Fue archivero cuando el Archivo Provincial estuvo en la Casa de Colón, entre miles de papeles huyendo de la humedad, del orden y de las cucarachas. Ingente labor la suya. El actual Archivo Provincial, hoy en la plaza de Santa Ana, lleva merecidamente su nombre. D. Manuel Luezas, que impartía las clases de Historia, transmitía su pasión por la asignatura cuando abordaba un tema histórico como si hubiese intervenido activamente en el.

Que me perdonen los que, por falta de espacio, no he citado, pero que en mi recuerdo nunca han sido archivados como almas muertas. Ni lo serán mientras yo viva...

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