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El análisis

El niño y el pueblo

La situación política de España en la actualidad puede ser perfectamente definida empleando el concepto metafórico que tiene Chesterton del "tonto del pueblo". Viene a decir que éste se erige, a una misma vez, en "espectáculo y juez de la humanidad". Así nos sentimos muchos de los ciudadanos de este país, ya que, de una parte, el voto depositado en las urnas el pasado 20-D ha servido de bien poco para llegar a un gobierno estable, pero, por otro lado, el pueblo sigue teniendo la sartén por el mango, puesto que de él depende, en última instancia, que el panorama termine por aclararse y, de este modo, facilitar la investidura del próximo candidato propuesto por el Rey. Sin embargo, mientras se materializa esta esperanza, me gustaría analizar la estrecha relación existente, al menos en la Nueva Política, entre el pueblo y el espectáculo.

El auge del populismo transversal y la separación ideológica de "los de arriba" y "los de abajo", en una expresión que gusta mucho a los del sorpasso, ha traído al debate nacional el uso que se hace de los medios de comunicación y la necesidad de buscar nuevos líderes carismáticos que encarnen los ideales del pueblo, un vocablo al que de nuevo se vuelve tras décadas de olvido. En otra época, de no muy buenos recuerdos por cierto, también se quiso ver en el nuevo hombre, en el niño de Zaratustra, la representación del destino, de ese fátum que todo lo gobierna y al que sólo cabe obedecer. Los seguidores de Laclau, los que están en contra de la democracia liberal, buscan afanosamente al caudillo de la Nueva Nación y lo encuentran en un imberbe que se refocila en las redes sociales y que comenzó su andadura política de la mano de los programas televisivos. Se dice, y no sin razón, que domina el lenguaje de la pequeña pantalla, que sabe llegar y cautivar a la audiencia con sus mensajes directos y una labia prodigiosa, que deja en muy mal lugar a cualquiera de sus contrincantes. Ha convertido la política, si no lo era ya, en el espectáculo por antonomasia, en puro entretenimiento, aunque tras él, hay una realidad pavorosa, un momento crucial de la historia española.

Yo quiero volver al pueblo de Chesterton, a ese pueblo que es el juez supremo, antes que a la aclamación de la "democracia radical" de la señora Mouffe, porque se parece demasiado, como una gota a otra gota, a la acclamatio de Carl Schmitt, el ideólogo de cabecera del nazismo. Los de la Nueva Política pretenden también una democracia directa, crítica con el parlamentarismo liberal, pero se enmascaran tras el disfraz de la socialdemocracia; son hábiles en el manejo de la trastienda ideológica, en el hurto de identidades políticas, en el pillaje de las libertades. Pero, aparentemente idiotizado por el espectáculo de las consignas y los programas catálogo, ahí está el pueblo, del que tanto se habla y al que nadie parece escuchar, pero que tiene la última palabra.

Una preciosa novelita de Edgar Neville, La piedrecita angular (1957), un éxito arrollador en la España del desarrollismo, nos pone en la pista de la genuina lección que debe aprender cualquier aprendiz de ideólogo, y más el niño de la Nueva Política. Miguel Martínez, el protagonista, candoroso y a la par avisado, en una contradicción sólo comprensible por los que alguna vez han sentido el pulso de la comunidad hispana en sus venas, representa a ese pueblo llano, ignorante de su suerte pero dueño de sus ilusiones, que porta sobre sus hombros al torero triunfador de las Ventas, hasta casi la misma puerta de su casa, recorriendo buena parte de la geografía del Madrid castizo. El mozo de cuerda, con la promesa de un beneficio incierto, lleva presuroso a la figura, al que será su seguro salvador. Esta imagen evoca a la de nuestros políticos de hoy, sobre todo, a los que dicen portar a los de abajo, pero se engañan si creen que no se les va a pedir cuentas. La nobleza de Martínez es la de todo un pueblo, la de una voluntad que "sostiene al triunfador", pero llegará el instante, y no falta tanto, en que exigirá el alivio del peso de la falsa gloria, de la indignidad o el deshonor.

El niño de los populistas es una incógnita, quizás un fraude, porque ni goza de las virtudes de los hombres sencillos, las que justamente premia ese pueblo que tanto dice amar y representar, ni se le presupone otros valores que los que identifican a la vieja guardia política. Un nihilista venido a menos, un tahúr de la ideología al que pronto se le acabarán los días de espectáculo. Ya vendrán otras oportunidades para la aurora del genio de Röcken, del eccehomo de la filosofía, porque, por ahora, las campanas tocan a rebato, se huele la mentira y la falsía.

(*) Doctor en Historia y profesor de Filosofía

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