Un joven director de intensa carrera europea, el andaluz Rodrigo Tomillo, ocupó por segunda vez el podio de la Filarmónica de Gran Canaria con un programa variado en estilos. Gustó mucho en Le tombeau de Couperin, alegre y luminoso homenaje de Ravel al espíritu y las danzas del alto Barroco francés. Sonoridad leve, sin peso, del grupo de arcos en torno al protagonismo de flautas y oboes a 2, cuyos solistas bordaron los temas y sus ornamentos. El Preludio, la Forlana y el Minueto evocaron con agilidad las distintas facetas del estilo aéreo y galante de François Couperin, hasta que en el Rigodón- lo más frecuentado de la suite- entran felizmente el clarinete y las trompas, subrayando con buen pulso la densidad sinfónica. Una delicia.
Ambiente y texturas cambiaron por completo en el ballet El amor brujo de Manuel de Falla, en el que Tomillo consigue a la perfección el relieve de los acentos de lirismo, sensualidad y tragedia. Muy buena lectura de la magistral orquestación, con prestaciones sobresalientes en los solos: flauta, oboe, clarinete, trompa, trompeta, violín concertino, violonchelo y piano, todos en gran forma.
Muy virtuosa en tempi y dinámicas, no fue tan satisfactoria la ejecución del poema de Mussorgski Una noche en el Monte Pelado en su versión original. El exceso de cuadratura y el espesor de una masa sinfónica sin transparencias sonorizaban correctamente las notas y dejaban inédito lo que hay entre ellas.
El plato fuerte del programa, una suite del ballet de Stravinski El pájaro de fuego, fue satisfactoriamente interpretado por el control y el gesto del director, con alta profesionalidad en la respuesta orquestal. Pero hubo momentos amazacotados y, en general, una cierta sosería de carácter, con resultados mates allí donde debe brillar la diversidad colorística de la partitura.
Todo el programa fue premiado por el público con criterio y justicia.
