El pasado mes de noviembre una mujer de 81 años murió tras un incendio en su domicilio de la localidad catalana de Reus. Por lo visto, una vela que había encendido para iluminarse prendió el colchón de la habitación en la que dormía. En el momento del suceso la víctima estaba sola en casa, aunque compartía techo con una nieta. A ambas les habían cortado la luz desde septiembre por falta de pago y, pese a que les correspondía una ayuda social en concepto de electricidad, no habían llegado a tramitarla.

Los encargados de la investigación se decantaron por la teoría del infortunado accidente, desconociéndose hasta el momento si la anciana se durmió sin apagar la llama o si, tal vez de regreso de una visita al lavabo en mitad de la noche, se cayó, con tan mala suerte de provocar el percance.

Esta misma semana, mientras tomaba un café a primera hora, presencié la entrevista que un reportero estaba realizando a otra señora mayor, titular de una pensión no contributiva que, mientras se envolvía en una gruesa manta de lana, relataba al joven periodista las penurias de su realidad diaria, en este caso agravadas por la ola de frío que están padeciendo en tierras peninsulares. Sus exiguos ingresos de apenas seiscientos euros no le alcanzan para hacer frente al suministro eléctrico, de modo que, cuando pulsa los interruptores, no se produce respuesta alguna. No tiene luz. Tampoco calefacción, lo que le ha ocasionado un principio de pulmonía que está siendo supervisada por su médico de cabecera.

Sentada en un sillón junto a una mesa camilla, rodeada de fotos familiares colgadas de las paredes, con el cabello blanco y unas ansias extraordinarias de vomitar su desdicha, respondió con firmeza a las preguntas de su interlocutor. Y, tras despedirla desde el estudio (no sin antes brindarle un apoyo tan sincero como estéril), los responsables del programa televisivo en cuestión dieron paso a la cobertura de la cumbre de Presidentes Autonómicos donde, espectacular banquete mediante, se preveía abordar, entre otros asuntos, el de la sangrante pobreza energética, descrita teóricamente como "aquella situación en la que los ingresos son nulos o escasos para pagar la energía suficiente para la satisfacción de las necesidades domésticas". Otra de sus acepciones alude a "cuando se destina por obligación una parte excesiva de los ingresos a pagar la factura energética de la vivienda".

Obviamente, no se trata de un fenómeno exclusivo de nuestro país, como tampoco lo son sus consecuencias respecto a la exclusión social y el deterioro de las condiciones de vida de millones (repito, millones) de personas. En toda Europa se ha instaurado asimismo la tragedia cada vez más creciente y menos silenciosa de no poder encender ni un solo aparato eléctrico por miedo a lo que después refleje la factura, suponiendo que todavía las compañías del sector no hayan procedido a cortarle al usuario el suministro por falta de pago. De poco o nada está sirviendo el llamamiento del Comité Económico y Social Europeo para "proteger a los ciudadanos frente a la pobreza energética e impedir su exclusión social", así como para "tomar medidas para garantizar a cualquier persona en Europa un acceso fiable a la energía a precios razonables, porque la energía es un bien común esencial, debido a su papel indispensable en todas las actividades cotidianas, que permite a cada ciudadano tener una vida digna, mientras que carecer de él provoca dramas"?.

Cuando estas líneas vean la luz (nunca mejor dicho), el Viejo Continente estará sufriendo la peor ola de frío siberiano en décadas.

Miles de hombres, mujeres y niños se expondrán a soportar temperaturas inhumanas. Algunos se quedarán por el camino. Otros, abandonados en los campos de refugiados. Otros muchos, olvidados en nuestras propias ciudades. Y todos, víctimas inocentes de una pobreza ética de insoportables dimensiones que nos denigra como especie.

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