Hace unas semanas me invitaron a ofrecer una charla a universitarios sobre el periodismo de opinión. No aporté nada nuevo ni fresco, más bien me enredé con la época en la que el artículo creaba una cierta expectación y provocaba una respuesta airada desde otros puntos de vista. Los asistentes estaban todo el tiempo con la vista en el móvil o en la pantalla del portátil, algo que contribuyó a mi retraimiento, y como consecuencia de ello a que el pequeño auditorio se entregara con más ahínco a las excitaciones de la red social. Resurge el episodio por el sueñecito que se echó un periodista inglés en una rueda de prensa del entrenador Luis Enrique. El míster lamentó ante los presentes que su comparecencia fuese tan aburrida, tan soporífera, que hasta un informador había aprovechado para caer en brazos de Morfeo. No es un hecho aislado: los profesores, invitados o no, se desesperan para mantener la atención de unos alumnos que rechazan el discurso monocorde. Están más a gusto entrando y saliendo entre sus soportes. Oír una conferencia, sin ir más lejos, constituye un esfuerzo redoblado. A los quince minutos, para desconcierto del conferenciante, empieza el abandono de la sala o, en su defecto, cabezas que empiezan a caer sobre el propio hombro o el de al lado en señal inequívoca de la visita del sueño. Vale la pena preguntarse si la emisión de palabras, ordenadas de forma intencionada, va a poder competir contra unos elementos tan rutilantes. El tema es saber hasta qué extremo van a ser capaces de leer una novela completa, localizar los apartados débiles del análisis de un experto, interpretar un poema, viajar a través de la letra de una canción... Quizás el cerebro ya no se encuentre preparado para tales exigencias, y nos digan un día que todo les provoca una largo sueño, un aburrimiento feroz.
