Lo ocurrido el pasado domingo ha dado, al decir de gran cantidad de analistas, un nuevo giro al conflicto catalán, pues los abusos policiales y el respaldo masivo, mayoritario o no, al referéndum, han hecho que, como se dice ahora, cambie el relato. Ello demuestra que, en política, cuentan tanto los argumentos racionales como las medidas de fuerza, las cuales, obviamente, no tienen por qué ser violentas. Y es que tanto la negativa por parte del Estado a que se celebre un referéndum legal, pactado y vinculante, como la convocatoria del referéndum, declarado ilegal por el Tribunal Constitucional, no pueden interpretarse como argumentos sino como demostraciones de fuerza. Desde un punto de vista estratégico, el intento de impedir que la ciudadanía catalana votase el 1-O se ha revelado como un tremendo error agrandado además por los excesos violentos, mientras que la convocatoria, en la medida en que fue respaldada por tal multitud de ciudadanos que ha conseguido que varíe la percepción del conflicto, bien puede ser considerada un éxito, ya veremos si pírrico.

El triunfo del pasado domingo, no obstante, no habría de serlo tanto del independentismo como de los partidarios del derecho a decidir, independentistas o no, toda vez que, a pesar de que los resultados publicados dan una aplastante mayoría al Sí, el hecho de que el referéndum celebrado no fuese legal y de que, dadas las circunstancias en las que se hubo de efectuar, no cumpliese con las mínimas condiciones exigibles, hace que no se pueda considerar vinculante y que no tenga validez jurídica alguna. Y es que, el modo en que se llevó a cabo la votación, así como la manera en que se realizó el recuento, entre otras carencias, impiden que podamos hablar de un referéndum con garantías democráticas. Así las cosas, resulta imposible saber cuántas personas realmente participaron y cuál fue el resultado real de la votación, mas lo que no parece ofrecer dudas es el hecho de que la participación fue masiva, suficiente para que el Gobierno de España reconozca de una vez que un amplio sector de la ciudadanía catalana desea votar y se le ha de reconocer su derecho a hacerlo.

Es por ello que seguir empeñándose en negar el derecho a decidir es un grave error en el que no debiera seguir incurriendo el Gobierno del Partido Popular ni los partidos que apoyan esa postura. Pero una declaración unilateral de independencia amparándose en los resultados del referéndum del 1-O sería un error del mismo tamaño que dejaría al procés sin el mínimo atisbo de legitimidad. Así las cosas, la única alternativa que queda, la única democrática y justa, es que se resuelva el conflicto mediante la celebración de un referéndum legal, pactado y vinculante y que sea la ciudadanía catalana la que decida finalmente si desea constituir un nuevo Estado o si prefiere seguir formando parte de España. De las condiciones de ese referéndum es de lo que, sin demora y antes de que sea tarde, deben hablar los presidentes Rajoy y Puigdemont. Y uno esperaría que las fuerzas políticas con representación en el Congreso de los Diputados y en el Parlament, que se llaman a sí mismas democráticas, pusieran todo de su parte para que ese diálogo necesario tuviera lugar cuanto antes.