La Provincia - Diario de Las Palmas

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OBSERVATORIO

La ilusión de ciudadanos iguales, libres y solidarios

Con la Constitución de 1978 se comenzó a construir en España un Estado de ciudadanos iguales, libres y solidarios. Partíamos de un Estado autoritario sin ciudadanos, pues esta condición exige poder ejercer la totalidad de los derechos fundamentales y libertades públicas proclamadas en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, en los Pactos que de la misma derivan y, en el caso de Europa, en el Convenio de Derechos Humanos y Libertades Públicas de 1950. La inmensa mayoría de los derechos civiles y políticos de los españoles fueron embargados por la dictadura franquista durante cerca de 40 años, por lo que fue una tarea ingente la de incorporar a España al grupo de naciones más avanzadas en esta materia, así como la de transformarnos de súbditos de una dictadura en ciudadanos de una democracia.

La ciudadanía no es solo una condición fundamental de las personas, sino que afecta a la organización de la sociedad en sus distintas versiones jurídicas, económicas y sociales. La organización de una sociedad de ciudadanos iguales ante la ley tiene como única finalidad satisfacer sus necesidades, propiciar la igualdad material y construir la solidaridad entre personas y territorios.

Las organizaciones políticas en una democracia se convierten en instrumentos al servicio de los ciudadanos, y en particular los municipios, las organizaciones regionales y las instituciones generales o centrales del Estado. La Unión Europea es un ejemplo paradigmático, entre las organizaciones internacionales, pues pese a sus crisis, avances y retrocesos, tiene como finalidades principales la igualdad de las personas y la solidaridad entre sus ciudadanos y territorios. En España sabemos bien, los que no hemos perdido la memoria, cómo estábamos y cómo éramos antes y después de entrar en la Unión Europea. La combinación de nuestra democracia con la solidaridad europea ha dado unos frutos excelentes en todos los órdenes, por mucho que algunos pretendan desdeñarlos.

Pues bien, con el paso de los años da la impresión de que se ha producido un retroceso en la centralidad que debe tener la ciudadanía y el elenco de derechos fundamentales y libertades públicas que conlleva. Dicha centralidad, que supone un avance extraordinario e imprescindible en nuestro mundo globalizado, ha dejado paso a concepciones medievalistas en algunas regiones españolas en que clases políticas y ciudadanos pretenderían una refundación de sus sociedades, separándolas de las que las rodean, utilizando como armas arrojadizas historia, lenguas, costumbres o folclore. Tratarían, consciente o inconscientemente, de dar pasos atrás reconvirtiendo a ciudadanos libres e iguales, que están por encima de lenguas y fronteras, en súbditos de una historia y tradiciones de épocas en que no había ciudadanos, en que la desigualdad formal y material estaba presente, en que no había derechos fundamentales y libertades públicas, y en que la inmensa mayoría de la sociedad vivía en la marginación y la pobreza.

Se dice con reiteración que hay que dar una solución política al encaje de Cataluña en España, lo que siempre se traduce en una idea central: la de que los catalanes tienen que recibir un trato mejor que el resto de los españoles (con la excepción de vascos y navarros). Así, por virtud de un pasado predemocrático, que es el que invocan los independentistas catalanes (el anterior a 1714 y posteriores rescoldos), resultaría que los ciudadanos españoles que viven en Cataluña, que son ciudadanos por obra y gracia de la Constitución de 1978, tendrían que tener un trato privilegiado que se negaría a los demás ciudadanos españoles.

Pero no nos equivoquemos, la clave de este asunto es bien sencilla, la clase política catalana pretende ascender de categoría, pasar de ser políticos regionales de un gran Estado, como es España, a ser políticos de un pequeño Estado, el Estado catalán. Esa es la transformación fundamental que pretenden, que es una aspiración legítima, pero que nada tiene que ver con el bienestar de los ciudadanos de Cataluña. Por el contrario, es más que probable que los ciudadanos catalanes en su conjunto, particularmente los menos pudientes, perderían considerablemente si Cataluña se convirtiera en un Estado independiente. Pero con una habilidad digna de otros fines, la clase política catalana ha conseguido intoxicar a una parte considerable de la población, que todavía no es una mayoría, que ha comprado ese falso paradigma y todos los tópicos que lo conforman. Pues sea Cataluña independiente o no, los ciudadanos seguiremos siendo los mismos, las diferencias de renta seguirán existiendo, los servicios públicos seguirán siendo los mismos y atendidos por las mismas personas, nuestras virtudes y defectos persistirán en cada uno de los ciudadanos. No hay Edén alguno por la circunstancia de que se declare la independencia y unos líderes regionales asciendan de categoría. Al contrario, la independencia supondría marginación en la comunidad internacional de lamentables consecuencias para los españoles-catalanes.

La oferta política que las Cortes Generales y el Gobierno central deben hacer a los catalanes, y a los demás españoles, debe ser la de que sigamos construyendo una sociedad de hombres y mujeres libres, iguales y solidarios cuya identidad sea la de considerarnos ciudadanos que tenemos en nuestro valioso patrimonio personal los derechos fundamentales y libertades públicas que reconoce la Constitución española y los tratados internacionales; que han sido resultado de la batalla de las ideas más importante que ha tenido lugar en Occidente desde la Edad Media hasta nuestros días. Porque ningún ciudadano debe ser ni más ni menos que cualquier otro ciudadano español o europeo, sea cual sea el lugar en que haya nacido, en que viva, o en que trabaje.

La tarea de construir una sociedad que aspira a la igualdad material de sus ciudadanos es grandiosa y la postula nuestra Constitución en muchos de sus artículos. Este debe ser el reto ilusionante de nuestras sociedades, pues no debemos contentarnos con la igualdad formal ante la ley (en la que también hay que profundizar), pues si observamos nuestras ciudades y pueblos, y a nuestros conciudadanos, observaremos marginación y discriminaciones injustificadas. Esas son las batallas que debemos emprender, y no las de postular patrias edénicas, casi siempre para conseguir privilegios, para marcar diferencias, para crear divisiones, o para eludir afrontar los problemas reales que nos afectan día a día.

En una democracia avanzada no debe haber ciudadanos que sean más que otros por el lugar en que vivan, por la lengua que hablen o por la historia de sus antepasados. De ser así, conculcaríamos uno de los preceptos fundamentales de la democracia universal que se contiene en el artículo 14 de la Constitución española, que prohíbe cualquier discriminación por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquiera otra condición o circunstancia personal o social. ¿Se les ha olvidado enseñar este precepto a los profesores en escuelas y universidades y a los padres y madres en los hogares? ¿Acaso se han olvidado de que una sociedad democrática se funda también en la solidaridad entre personas y entre territorios (art. 2 y 138 de la Constitución)? Como ha recordado recientemente el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, a propósito del rechazo de algunos estados europeos de admitir a los refugiados de zonas de guerra y desolación, la solidaridad nunca puede funcionar en una sola dirección, es decir, en la dirección que nos favorece. La solidaridad funciona siempre en dos direcciones, de ida y de vuelta.

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