La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

historia 40 años de la muerte de franco

Una mirada atrás al franquismo

El olvido progresivo se combina con la reclamación de la memoria republicana y con desentrañar la herencia envenenada

Una mirada atrás al franquismo

Sí, murió intubado y hecho una calamidad, pero el óbito fue en la cama de un hospital, no colgado de la rama de un árbol, quemado en una hoguera o sometido a las balas de un pelotón de fusilamiento tras un juicio popular sumarísimo. Caer en tálamo propio rodeado de médicos y con un país pendiente del último parte da lugar a una ventaja preciosa: los serviles lugartenientes cuentan con un tiempo único para bordar un paño para el futuro. El día después, ni mucho menos, los españoles iban a dedicarse a hurgar en la personalidad del dictador; más bien estaban descompuestos porque desconocían en qué posición quedaban, qué iba a aparecer o simplemente a dónde iban a ir a parar sus vidas. Pero la calidad del miedo era tan homologable que no sucedió nada más allá del luto. Eran ignorantes en derechos democráticos, y burros de carga de un periodo histórico que les comía las entrañas: la sangrienta Guerra Civil. Cualquier cosa sería mejor que volver a matarse como perros.

El pavor a las trincheras, por tanto, daba lugar a un primer plus cultural frente a la incertidumbre. Los años de paz, propaganda genuina de Franco, se habían asentado cual hongo alucinógeno hasta constituir el principal andamio de un pensamiento muy primario: la creencia ciega de que el caudillo había dejado atados todos los cordones del porvenir, de forma que no cabían sorpresas. Tan profundo era el pozo de la inexperiencia que pasó a tener carácter de normalidad la singular tutela del generalísimo con un fleco de los Borbones, traído para no se sabe bien qué, convertido luego en sucesor, antes competidor frente a la opción de su primo Alfonso de Borbón (casado con la nietísima). En puridad, parecía que Franco había inventado algo nuevo para la politología: una especie de carnaza para esparcir la certeza de que él no se iba a ir nunca, que siempre habría una parte suya en lo que tuviese que suceder en este país.

En 1975 nadie sabía si el Valle de los Caídos se mantendría firme, si las estatuas egregias serían descabezadas, si los torturadores pasarían por los tribunales, si el Partido Comunista obtendría un espacio, si el exilio retornaría, si los descendientes del dictador saldrían al extranjero a la búsqueda de un refugio... Y de pronto, la escena cotidiana resultó invadida por una clase política desgajada del franquismo, alimentada en los despachos de sus ministerios, una élite adiestrada bajo los mamotretos legales (entre otros) del Fuero del Trabajo y del Fuero de los Españoles, que se dedicó a conspirar con frenesí y mucho humo de cigarrillo para ponerle letra a aquel campo de amapolas o de cardos, depende de cómo se mirase. Empezaba la Transición, la ruptura pactada, y florecía el binomio fascinante de Suárez y Carrillo: un exfalangista y un comunista revisionista, excombatiente, se enamoraban y se ponían mano a mano a diseñar el futuro con los cuarteles dando bufidos y con el búnker de los oligarcas que sostuvieron al dictador metiendo el dinero en maletas para llevárselo al extranjero. La mayoría de los españoles, ni en las casas de los que se atrevieron a brindar con champán la noche del hecho biológico, sabían qué era lo que el experimento iba a dar de sí. Mejor dicho, no tenían ni zorra idea sobre qué trataba de hacer aquella tropa (muy vigilada por los coroneles, por cierto), que por lo pronto había logrado poner freno a cualquier veleidad revolucionaria.

Alemania tras Hitler pasó por un proceso de desnazificación, con el reconocimiento (¿cómo hemos permitido tantas muertes?) de la culpabilidad por acción u omisión ante el Holocausto. En España, aún cuarenta años después de la muerte del dictador, el consenso histórico sobre el fracaso de la Segunda República, el golpe de Estado de Franco, la Guerra Civil y la Dictadura está lejos de alcanzarse. Los herederos del fascismo parido por Franco y la mayoría del exilio (desde la Pasionaria o Alberti, y después los socialistas de la generación de Felipe González) creyeron que lo más idóneo era sepultar el pasado, evitar la reflexión sobre el mismo. En realidad, era más importante la lucha por el poder que se había desatado, resultando irrelevante una necesaria alternativa al canon franquista.

En un Madrid donde se disparaba el movimiento de coches oficiales de un lado a otro, con citas secretas, con policías que hacían espionaje por libre, con detenciones y sustos, con reuniones para la amnistía, con convocatorias de paros y de manifestaciones por la clandestinidad, los próceres que se sentían en la obligación de salvar al país del caos ponían los mimbres de lo que se podría cotejar como el mejor resultado de un fenómeno de absorción: la desmemoria, el borrón del pasado. Pero hay que ir más allá. Era también el minuto de gloria de un país poco dado a acuerdos políticos, orgulloso en su vacío democrático de liderar una alianza de intereses que décadas antes habían provocado una lucha fratricida. ¿Quién no podía estar feliz de tal conjunción? Las voces que clamaban contra la ilegitimidad de la Monarquía planificada por Franco o contra las votaciones inaugurales sin libertad se callaron o pasaron a ser marginales. La duda sobre lo que trazaban los herederos del dictador ofendía.

Cuarenta años después de su pegajosa presencia, estirada como una gelatina entre las aulas y dogmas de los colegios religiosos, nos vemos una y otra vez en el afán de encontrar cuánto hay de él en nuestros hijos o nietos, en definitiva, cuánto se ha mantenido ahí para forjar personalidades y caracteres. No sólo hay que pensar en los improperios de las terribles sotanas contra la masturbación, hecho fundamental para contraer una enfermedad cruel, sino también en comportamientos sociales como el maltrato a la mujer, la virulencia de un machismo que el franquismo alimentó. Cuatro décadas no son tanto. Parecen muchas, lo suficiente para encontrar huellas, esquirlas y esquinas, algunas en defensas insultantes e irrespetuosas contra el contrario, y otras que encuentran aposento en decisiones políticas inimaginables en cualquier país europeo que haya vivido una dictadura: dar dinero público a una fundación privada que mantiene viva la memoria del sátrapa, o para un Diccionario Biográfico de toda una Real Academia de la Historia en la que hay doctores nostálgicos que apellidan el régimen de "autoritario", acepción digerible frente al "totalitarismo" del Reich y benevolente para el que nunca perdonó a sus enemigos iluminado por el mantra de la conspiración judeomasónica y los rojos.

Pero pasemos la espátula para levantar el moho de los cuarenta años. ¿Se puede clausurar el pasado sin más? El sistema educativo, las divulgación del franquismo en los libros de enseñanza, no ha sido pródiga, sino más bien calculada y mezquina. El beneficio de la desmemoria, también autocensura (¿para qué hablar de una etapa tan triste y trágica?), ha sido contraproducente: las fallas sobre cómo afrontar este periodo de la Historia del país, la carencia de un discurso, el desinterés de gran parte de la clase política por el mismo, nos hace dueños de una abultada factura pendiente de zanjar.

Acusar a los nacidos después de la Constitución de 1978 de frívolos o de despilfarradores de unos valores democráticos ganados a pulso no es justo: ni hemos sabido explicarles qué ocurrió, ni tampoco les trasladamos una lección edificante con los desacuerdos existentes sobre la necesidad de enterrar dignamente a los muertos de las cunetas, de acabar con los símbolos de la época, con el cambio de los nombres de las calles franquistas o profranquistas, con la búsqueda del cuerpo de Federico García Lorca, con el asesinato de Calvo Sotelo... La nómina es larga, pero nada de ello resulta tan importante como la influencia de dichos partidismos en una generación que ahora, más que nunca, debe tener una claridad meridiana sobre el significado de la violencia en la política, de los extremismos que coartan la libertad, de la usurpación de la legitimidad democrática, de los derechos consustanciales a la persona... Y para que ello sea así no cabe otro comportamiento que la intransigencia ante los que aún pretenden justificar muertes y más muertes. La vida tiene que estar por encima del caudillaje.

El nuevo siglo ha traído consigo una inflexión con respecto a las consecuencias del franquismo en la sociedad española. Hechos como la cacería de elefantes del Rey en Botsuana rompían la corriente de simpatía con el juancarlismo (afianzado tras la intentona del 23-F), mientras el goteo constante de corrupciones abría una grieta en cuanto al consenso sobre los beneficios de una Transición a la que se le culpa de no cimentar con eficacia los límites de la actividad política. La abdicación del monarca en favor de su hijo Felipe ha puesto sobre el tapete la debilidad de los mimbres de la llamada "ruptura pactada", con la aparición de voces entre la nueva izquierda que desempolvaban el republicanismo interrumpido o que cuestionaban la misma raíz democrática del régimen monárquico con la petición de un referéndum. Uno de los grandes asuntos del futuro inmediato, claro está, es conocer hasta qué punto el heredero de la Corona podrá dominar esta nueva mentalidad sobre el pasado más reciente de España. Y uno de los aspectos trascendentales es, sin duda alguna, convencer al nuevo frente político de las bondades de la Transición pese a quiénes fueron sus protagonistas. Tendrá que contar con la ayuda del arco parlamentario, y sobre todo deberá ser abundante en gestos de concordia con los que reclaman una condena definitiva contra el extraño mentor que tuvo su padre. No le queda más remedio.

Cuarenta años después de un suceso que se considera de ultratumba, de abueletes entregados con parsimonia a tejer y destejer las claves del cambio del piel, cabe romper tal visión con una disonancia: lo que cada vez se instala más entre los materiales del olvido, bajo el adoquinado de la calles por las que molesta transitar, resulta, sin embargo, poseído por el fulgor de la Historia. Autores como Ángel Viñas, Paul Preston, Julián Casanova, Luis Suárez y Stanley G. Payne, entre otros, no sólo escarban en el perfil biográfico de Franco, en sus decisiones, en su política exterior, en su nacionalcatolicismo, en la cifra de las víctimas, en su supuesto enriquecimiento, en la conspiración de su golpe de Estado, en sus generales, en el hecho de que fuese o no inteligente... No sólo ello, decía, sino que además sostienen un combate extraordinario sobre la verdad histórica, que, por supuesto, no es la misma para Preston y Viñas que para Luis Suárez, autor adscrito a la Fundación de los herederos del dictador y con autorización para adentrarse en sus legajos. El último duelo se centra en la supuestas corrupciones del generalísimo, al que Viñas le atribuye operaciones fraudulentas (El otro caudillo) que engordaron su cuenta corriente. Hasta su hija Carmen, desde su privilegiada situación como descendiente de un clan tratado con jabón, tuvo la oportunidad de contestar al historiador -a través de una entrevista en un diario nacional- para recordar la piadosa entrega de su padre para contener la pobreza y satisfacer al poderoso clero.

Averiguar si estos espinosos (y a veces estrafalarios) desencuentros con el franquismo residual van a desaparecer resulta complejo. Ningún país sale indemne de una guerra civil que deja huérfanos y viudas por doquier, pero la persistencia del trauma alcanza una mayor consistencia cuando la normalidad política sobre lo ocurrido se retrasa hasta el punto de pudrirse. Los avances en la apertura de archivos, aunque lentos, parecen conjurarse contra el largo silencio. Los documentos de Alemania, Italia, Estados Unidos y Rusia alumbran los cuarenta años, pero también el final de la República, la Guerra Civil, la Dictadura, la Transición, o episodios puntuales referidos a Tarancón, al atentado contra Carrero Blanco, al peso del Opus Dei, a la política de Juan Negrín, al falangismo de José Antonio Primo de Rivera, a Paracuellos, a tantas y tantas tragedias personales, el exilio... Ante esta infinidad de aspectos o de hijuelas que producen a partes iguales escalofríos y pesadez moral (nunca es bueno el anclaje al pasado), qué lugar tuvo y tiene la cultura: nunca se durmió entre almohadones de seda. No es de recibo cebarse con los del exilio interior (el miedo es libre), que abrieron vías de comunicación con el exilio exterior (ahí estuvo la primera conspiración contra Franco). La larga y eterna dictadura achicharró sus esperanzas. Ahí están sus libros y sus cartas. Después llegarían los ochenta, otra cosa. Quizás la venganza cultural contra la mansedumbre de los padres.

Compartir el artículo

stats