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cine

Una presencia luminosa

Meryl Streep, ganadora de tres Óscar, acaba de presidir el jurado de la 66a Berlinale. El público ha mostrado el reconocimiento a su trabajo

Meryl Streep entrega el Oso de la Berlinale a Gianfranco Rosi. EFE

Desde el día en que la vimos debutar junto a Jane Fonda y Vanessa Redgrave en el drama de Fred Zinnemann Julia (Julia, 1977), inspirado en Pentimento, la obra autobiográfica de la escritora izquierdista Lillian Hellman, Meryl Streep (New Jersey, 1949) ya apuntaba maneras de gran star, a pesar del efecto magmático que generaba la presencia en aquella formidable película de sus dos compañeras de reparto. Su actuación, aunque breve, despedía fogonazos de convicción, sentimiento y verdad en medio de un guion que ponía constantemente el foco sobre la lucha antifascista en la Alemania de los años treinta. A partir de entonces, su ascenso al estrellato fue meteórico, tanto que podrían contarse con los dedos de una sola mano los casos que puedan asemejársele en la historia del cine.

Tras protagonizar la popular y controvertida miniserie de la NBC Holocausto (1978), emitida por TVE dos años después de su estreno en Estados Unidos, ese mismo año obtuvo la primera de sus diecinueve -ahí es nada- nominaciones al Óscar por su conmovedora actuación en El cazador (The Deer Hunter), de Michael Cimino, uno de los primeros alegatos del New Hollywood contra las políticas beligerantes de la Administración Nixon en el conflicto vietnamita donde la actriz se somete, con admirable solvencia, a la férrea disciplina dramática impuesta por Cimino en este duro y demoledor descenso a los infiernos de una guerra que marcó a sangre y fuego la conciencia americana.

Y sólo un año después, logró su primera estatuilla encarnando a Joanna, la joven y desapegada esposa que abandona a su marido y su hijo de 7 años sin razón aparente en Kramer contra Kramer (Kramer vs. Kramer), de Robert Benton. Un papel que colisionaba con el estereotipo de mujer dócil, sumisa y resignada que con tanta frecuencia aireaba el cine hollywoodiense durante aquellos años de relajado conformismo a través de numerosas comedias y dramas que aventaban los viejos patrones de conducta heredados de la novela decimonónica. La película, que logró encabezar durante muchos meses el box office de la industria hollywoodiense, no se libró de alguna que otra invectiva de la prensa más reaccionaria del país, pero, no obstante, ahí quedó para la posteridad el extraordinario trabajo de una actriz que, con el paso del tiempo, se convertiría, como sucedió con, pongamos por caso, Katherine Hepburn, Bette Davis, Ingrid Bergman o Barbara Stanwyck, en uno de los iconos inmarchitables del cine norteamericano.

Naturalmente, su intervención en esta exitosa película contribuyó no sólo a reforzar su proyección profesional como actriz sino a definir nítidamente el perfil moral e ideológico de los personajes que interpretaría en el futuro, tal y como lo demuestra con su turbadora actuación como una ex reclusa del campo de Auschwitz en La decisión de Sophie (Sophie's Choice, 1982), de Alan J. Pakula, trabajo que le proporcionó su segundo Oscar, o su memorable interpretación de la desdichada heroína romántica de Memorias de África (Out of Africa, 1985), de Sidney Pollack, cuya brillante composición inunda de inspiración y poesía toda la película. Lo mismo que sucede con La mujer del teniente francés (The French Liutemant's Woman, 1981), del británico Karel Reisz, un melodrama de aromas europeos, con guion del gran Harold Pinter, que la actriz consigue apuntalar mediante una actuación especialmente cautivadora. También fue capaz de trasmutarse en la vagabunda alcohólica de Tallo de hierro (Ironweed, 1987), de Héctor Babenco, otro filme sobre la América de la Gran Depresión coprotagonizado con Jack Nicholson en el que se pone de relieve, más que nunca, su prodigiosa versatilidad en el arte de la representación.

Bajo la batuta de Woody Allen, autor sobre el que ya se arrojaban los más encendidos elogios, rompería temporalmente sus vínculos con el melodrama protagonizando Manhattan (1979) su puerta de acceso al mundo de la comedia, un nuevo género en el que cosecharía notables éxitos a lo largo de su carrera, aunque también algunos de sus más sonoros fracasos, como La muerte os sienta tan bien (Death Becomes Her, 1992), de Robert Zemeckis; Postales desde el filo (Postcards from the Edge, 1990); La casa de los espíritus (The House of Spirits, 1993), de Bille August o Se acabó el pastel (Heartburn, 1986), ambas de Mike Nichols.

Pero afortunadamente, su carrera volvió a repuntar en 1995, año en el que protagoniza junto a Clint Eastwood Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County), un relato de corte sentimental dirigido por el propio Eastwood que muestra el romance imposible entre un fotógrafo maduro de la National Geographic y una mujer casada. Con su proverbial mesura, centrando siempre el enfoque de su interpretación en la vertiente más introspectiva del personaje, Streep exhibe su luminoso talento introduciéndose en la piel de una apacible pero anodina ama de casa cuya rutinaria existencia junto a un marido esquivo y apático la mantiene desconectada de cualquier vivencia emocional hasta su encuentro fortuito con Robert Kincaid (C. Eastwood).

Aunque todo indica, desde el primer encuentro entre ambos personajes, que la relación nace con fecha de caducidad, la actriz es capaz de traslucir ese desconcertante y contradictorio sentimiento que ha invadido inesperadamente su aletargada vida en una expresión de gozosa reivindicación del amor como sostén imprescindible para acceder al anhelado reino de la felicidad. Pues bien, cuando los ecos de este maravilloso filme aún resonaban en nuestra memoria, la actriz nos sorprende nuevamente con otra muestra de su soberbia capacidad para exteriorizar el complejo mundo de la emociones interpretando a la dulce y atormentada Clarissa Vaughan, una versión actual de la Mrs. Dalloway de Virginia Wolf en Las horas (The Hours, 2002), de Stephen Daltry. Trabajo de complicada ejecución, especialmente por la tensa y violenta relación que vive con su partenaire, que agoniza víctima del sida, al que el excelente Ed Harris le imprime, como no podría ser de otra manera tratándose de un actor de su categoría, un vigor y una transparencia admirables.

Su imparable ascensión al pódium de las grandes estrellas de la pantalla no cesa. En 2006, aclamada por su imparable carrera de éxitos, cambia su registro habitual para introducirse en la piel de Miranda Priestly, correlato de Anna Wintour, directora de la edición norteamericana de la revista Vogue, en El diablo viste de Prada (The Devil Wears Prada), una agria comedia sobre el vertiginoso mundo de la moda en Nueva York donde su trabajo vuelve a brillar con luz propia, pese a sostenerse en un guion sembrado de tópicos y en un reparto que no luce en su conjunto con la misma intensidad. En La duda (Doubt, 2008), de John Patrick Stanley, otro severo alegato contra la intolerancia en el ámbito de la Iglesia católica, nos seduce de nuevo con el retrato de una monja de rígida moral católica, despótica, cínica e intransigente con el que obtuvo, entre otros, el Premio del Sindicato de Actores a la Mejor Actriz.

Con La dama de hierro (The Iron Lady, 2011), de Phyllida Lloyd, vuelve a ganar el Óscar a la Mejor Actriz, así como el Bafta y el Globo de Oro por su extraordinaria interpretación de la imperturbable ex premier británica Margaret Thatcher en un biopic sin fuste pero, eso sí, sostenido gracias a la inagotable pericia dramática de Streep en la composición de su icónico personaje. Agosto (August, 2013), de John Wells y Sufragistas (Suffragette, 2015), de Sarah Gavron, sus dos últimos éxitos hasta la fecha, refuerzan aún más la certeza de que nos encontramos ante una de las actrices más versátiles, inteligentes y sensibles que ha dado el cine internacional en toda su historia. Repasemos su abundante y rica filmografía, observemos con la debida atención su capacidad camaleónica para encarnar los personajes más diversos, disfrutemos, en resumidas cuentas, de su inmensa capacidad para representar otras vidas y para trasladárnoslas con una naturalidad pasmosa.

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