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Vientos de libertad sobre una cultura encorsetada

Filmoteca Canaria propone en abril y mayo un viaje a través del nuevo cine checoslovaco que auspició, en los años 60, la Primavera de Praga

Fotograma de 'El incinerador de cadáveres'. LP/DLP

El cine, como cualquier otra actividad social, política o cultural, tampoco fue ajeno a las fuertes convulsiones revolucionarias que desató, en gran parte del mundo, el mítico mayo del 68 en París. Aunque no hay, sensu strictu, un cine del 68, como tampoco existió nunca una literatura, ni una música, ni una pintura que actuasen impulsadas estrictamente por el espíritu de aquella movilización, sí pueden rastrearse películas, argumentos, libros, canciones, discursos, revistas, pinturas y novelas que mostraban, antes incluso del propio estallido, una inequívoca actitud contestataria frente al paulatino proceso de anquilosamiento burgués al que se entregaban las llamadas sociedades del bienestar tras una larga temporada de bonanza económica y de un relajamiento de las costumbres que contribuyó, inevitablemente, al estancamiento progresivo de la moral pública y al alejamiento de cualquier valor político que entrañase una sólida posición de compromiso frente a la realidad.

Los pivotes cinematográficos de la Primavera de Praga, personificados en las figuras de Milos Forman, Jaromil Jires, Vera Chytilová y Jiri Menzel, ya reflejaron, algunos años antes de que estallara la rebelión estudiantil en El Barrio Latino de París, algunas de las preocupaciones que contribuyeron al famoso levantamiento popular. En Los amores de una rubia (1965), comedia canónica sobre la parálisis de una sociedad ahogada por la desilusión y la falta de libertades, Forman desliza una crítica -nada complaciente para los tiempos políticos que corrían- que apuntaba inequívocamente a la rebelión en medio de un contexto político que, años más tarde, mostraría su rostro más siniestro cuando las divisiones blindadas del Pacto de Varsovia, por orden de Moscú, invaden el país y clausuran, con un saldo de más de cien muertos, la utopía reformista del llorado Alexander Dubcek.

Con Las margaritas (1966), otro de los grandes títulos emblemáticos de la cinematografía checoslovaca presesentayochista, Chytilová utiliza también la comedia para auparse, con una frescura e imaginación inusitadas, a la corriente rupturista encarnada por el cine pop que se cocía, casi exclusivamente, en los fogones del cine occidental, desafiando así los rígidos esquemas estéticos e industriales en los que se desenvolvía, por aquel entonces, la inmensa mayoría de la producción fílmica de su país, incluida la de algunos "destacados" cineastas de éxito que seguían al pie de la letra, y sin el menor recato, las consignas ideológicas lanzadas desde el Kremlin para evitar, según palabras del propio Leonidas Bréznev, "posibles actitudes contrarrevolucionarias".

El mismo año, Jiri Menzel, uno de los grandes maestros del cine contemporáneo, inexplicablemente olvidado por quienes tienen el deber de velar por la memoria artística del gran cine, desafía abiertamente la corrección política impuesta por los censores del politburó con Trenes rigurosamente vigilados (1966), una espléndida tragicomedia inspirada en la famosa novela homónima de Bohumil Hrabal que aporta, como Forman y Chytilová, una bocanada de aire fresco que en cierto modo preconizaría la explosión de libertad que, dos años después, acompañaría el espíritu de la rebelión mayista. Cinco títulos de esta copiosa cosecha fílmica integrarán la retrospectiva que desde el próximo martes, día 5, proyectará la Filmoteca regional en sus sedes de Las Palmas de Gran Canaria y Santa Cruz de Tenerife.

En 1967, el cineasta suizo Jean-Luc Godard autor, entre otras obras de referencia, de Al final de la escapada (1954), Vivir su vida (1962), Banda aparte (1964) y Lemmy contra Alphaville (1965), y cuyas aportaciones teóricas y prácticas a la nouvelle vague fueron absolutamente decisivas para su consolidación en el tejido intelectual francés anticipa, magistralmente, la filosofía vitalista y libertaria que impregnaría la revolución parisina con La chinoise, un auténtico tratado político sobre el fenómeno del maoísmo y su aplicación al contexto europeo del momento, donde el autor de Todo va bien (1972) manifiesta abiertamente sus simpatías por un ideario que gozó, durante algún tiempo, del apoyo entusiasta de grandes sectores de la izquierda intelectual y obrera de Francia. Lo que vino más tarde, los desmanes genocidas y autoritarios perpetrados por la Revolución Cultural, convertirían al Régimen de Mao en el referente más diáfano de la esquizofrenia marxista leninista en una época de cambios sustanciales en el escenario político internacional.

Aquella experiencia le supuso un notable viraje autoral que le llevaría consecuentemente a la creación de su Taller Dziga Vertov, donde logró aglutinar a toda la gauche cinematográfica francesa en busca conjunta de un cine marxista militante en las antípodas del estalinismo, tarea que desarrolló junto a algunos de sus más reputados correligionarios, como Alain Resnais, François Truffaut, Louis Malle, William Klein o Chris Marker, y que ofrecería resultados tan estimulantes como el excepcional filme-ensayo de Marker Le fond de l'air est roug (1977), una auténtica master class en la que el cineasta galo nos propone una aguda reflexión acerca del papel que desempeñó la izquierda en la preparación y posterior desarrollo de las revueltas estudiantiles.

Sin embargo, y pese a sus airadas soflamas contra el conservadurismo que presidía casi todo el espectro ideológico de la política francesa, especialmente en temas como el sexo, la mujer, la violencia, el arte, la enseñanza y la institución familiar, Godard también fue duramente contestado por el levantamiento estudiantil mediante un famoso graffiti estampado en una de las fachadas de La Sorbona que rezaba así: "El cine ha muerto? y ni Godard puede hacer nada por remediarlo", lo cual ya da una idea de los niveles de radicalismo político que alcanzó aquel episodio en algunos sectores de la disidencia juvenil si el mismísimo patriarca de la modernidad les inspiraba tan contundente sentencia.

En Estados Unidos, los miembros de la generación conocida como el new Hollywood también se postulaban, aunque sin prescindir de sus propios referentes históricos, como los redentores de ese cine impostado, artificial y a menudo reaccionario que seguía rigiendo los destinos comerciales de la vieja meca del cine como fiel reflejo de una sociedad desmovilizada, tanto ética como artísticamente. Mike Nichols, uno de los principales promotores de esta conocida corriente cinematográfica, nos obsequia, en 1967, con El Graduado, toda una declaración de principios sobre una generación que pretendía conducirse libremente en un mundo fuertemente domesticado por una moral basada, esencialmente, en los valores tradicionales más rancios.

Dennis Hopper dirige, en 1968, Buscando mi destino (Easy Rider), filme fundacional de aquel importante movimiento artístico donde una pareja de bikers (moteros), interpretados por Peter Fonda y el propio Hopper, emprenden un simbólico viaje en moto por los Estados Unidos escapando de un mundo que ha demostrado su total incapacidad para asumir los necesarios cambios estructurales que exige una transformación profunda de la sociedad. La película, algo depreciada con el paso del tiempo, reproduce el credo de una generación que asumía la insumisión y la rebeldía social como sus más importantes anclajes para subvertir un modelo de vida y convivencia del que no se sentía protagonista.

Del 68 son también Cowboy de medianoche, de John Schlesinger, e If?, de Lindsay Anderson. La primera supone el debut en el cine estadounidense del autor de Darling (1965) donde un par de tunantes, interpretados por Jon Voigh y Dustin Hoffman, intentan sobrevivir a cualquier precio en un Nueva York insolidario, duro y despiadado. Su rebelión es la misma que la de tantos héroes anónimos que pugnan, día a día, por escapar de la miseria e hipocresía a las que los ha conducido una sociedad cómodamente instalada en una idea convencional del bienestar y en metas fuertemente condicionadas por un individualismo excluyente. If? (1968), ganadora de la Palma de Oro de Cannes, disuelve toda su acidez sobre las formas autoritarias de un sistema educativo capaz de generar un explosivo clima de violencia generacional en la Inglaterra de la década de los sesenta. La película, protagonizada por Malcolm MacDowell, preconizaba la llegada, tres años más tarde, de una de las obras cumbre del género: La naranja mecánica, de Stanley Kubrick.

Experiencia dramática

Partiendo de un discurso crítico igualmente crudo y sin la más mínima concesión a la galería, Sydney Pollack hace su propia aportación al estado social de los sesenta con Danzad, danzad, malditos (1968), un drama situado en la época de la Depresión donde, paulatinamente, se somete al espectador a una experiencia dramática cuya sensación se asemeja mucho a la que produce la lectura de La náusea, de Sartre, o El extranjero, de Camus: repulsión, desvarío y hartazgo. Sus protagonistas (Jane Fonda, Michael Sarrazin, Gig Young y Susannah York) participan en un maratoniano concurso de baile, muy habituales por otra parte en los estados de la Norteamérica profunda, que Pollack utiliza para construir una amarga radiografía del comportamiento humano en situaciones límite, así como el testimonio más rotundo del poder autodestructivo de la codicia como herramienta para alcanzar una felicidad basada exclusivamente en el éxito personal.

Tras esta apesadumbrada y demoledora diatriba contra la alienación social, aún no superada por el cine hollywoodiense, Pollack nos obsequió, cinco años más tarde, con la también sesentayochista Tal como éramos, junto a Robert Redford y Barbra Streisand, una comedia sentimental de tintes izquierdistas cuya historia nos sumerge en una reflexión, algo atemperada por las exigencias de los productores, sobre los valores morales que abonaron la rebelión del sesenta y ocho.

Arthur Penn, recién llegado de su larga experiencia en televisión, también hizo sus propias aportaciones, aunque en no todas se aborde el debate de manera tan abierta como sí lo hicieron, pongamos por caso, Schlesinger, Hopper o Forman. Penn, no lo olvidemos, es el autor de filmes como Bonnie y Clyde (1967), El restaurante de Alicia (1969) o Pequeño gran hombre (1970), tres trabajos llenos de cargas explosivas contra la moral convencional y la intolerancia que muestran, en el fondo, un claro posicionamiento a favor de una transformación radical de los valores tradicionales sobre los que reposaba la sociedad estadounidense de aquellos años.

Tampoco el cine del gran Elia Kazan quedaría descolgado del pensamiento radical de los sesenta. Tras una larga carrera trufada de éxitos tan notorios como La ley del silencio (1954), Un rostro en la multitud (1957) o América, América (1963) dirige, en 1968, El compromiso, una mirada agria y desencantada sobre el american dream donde un poderoso ejecutivo de una compañía publicitaria se rebela contra todo lo que ha ido conquistando a lo largo de su exitosa carrera profesional intentando acabar con su vida. Un formidable Kirk Douglas, secundado por la actriz británica Deborah Kerr y el veterano Richard Boone protagonizan este vitriólico fresco sobre el declive de ciertos valores que anulan la capacidad del individuo de decidir por sí mismo en la próspera América. Sobre este mismo tema, de una actualidad permanente en una sociedad como la norteamericana, insistirían años más tarde algunos cineastas independientes con desigual fortuna, como la inolvidable Harold y Maude (1971), de Hal Ashby, otra mirada inclemente sobre la moral establecida que desató, como era de esperar, las iras de la Administración Nixon.

Hasta El guateque (1968), el alocado slapstic de Blake Edwards sobre el mundo de Hollywood, participa, a su manera, de ese deseo generalizado de cambio radical de costumbres y actitudes vitales que postularon los popes de la Revolución sesentayochista. En esta película, el inimitable Peter Sellers encarna la figura anónima de un extra profesional al que por error han invitado a una lujosa soirée en la mansión de un potente productor de cine.

Esta inesperada situación desencadenará una cadena interminable de equívocos que pondrán en solfa dos concepciones extremadamente opuestas del mundo: la visión fría, calculada y egotista de los magnates de la industria y la actitud de inequívoca adhesión a la solidaridad y a la cooperación de Sellers, felizmente rematada por la larga e inolvidable secuencia final de la piscina donde, a través de una jubilosa y colorista puesta en escena, puro flower power, se exalta la vitalidad de una generación que rechaza, con inequívoca firmeza, una herencia social viciada por la hipocresía, el clasismo y la marginación social.

El cine sueco, admirado en todo el mundo gracias a la larga y potente carrera artística del gran Ingmar Bergman, tampoco fue ajeno a este movimiento expansionista que ocupó la atención de media Europa durante la década de los años sesenta y setenta. Con Elvira Madigan (1967), de Bo Widerberg, galardonada en Cannes con el Premio a la mejor actriz, asistimos al drama de una joven pareja que, en medio de un asfixiante clima social -la Suecia rural de finales del siglo XIX-, desafía las rígidas jerarquías morales de una sociedad que intenta, por todos los medios, sabotear una relación que transgrede todos los códigos del establishment. Una feroz diatriba contra la intolerancia social que marcaría, además, serias distancias con una tradición tan secular como el cine romántico en unos tempos caracterizados por una irrefrenable pulsión de cambio.

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