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La mirada de Ulises

Ya sabemos como Adorno y Horkheimer orientan el análisis que de alguna forma pueda servir de respuesta a la pregunta por el extravío o desaparición de Ulises

Entre las notas que acompañaron las largas conversaciones de Horkheimer y Adorno en el exilio de Santa Monica, notas tomadas por Gretel Adorno y que servirían más tarde para la redacción de Dialektik der Aufklärung, podemos leer una en la que Adorno se pregunta : "Was ist passiert mit Odysseus ?" ("Qué pasó con Ulises ?"). Con énfasis extremado, queriendo condensar en una imposible pregunta todas las dificultades, todos los horrores y violencias, necesitado más que nunca de obtener una primera respuesta a los acontecimientos que acompañaron a la Segunda Guerra, Adorno, más que buscar una explicación de los hechos, interroga la época conduciéndola al límite en el que las posibles garantías han desaparecido, los dioses protectores naufragados y aquellos sujetos que, como Ulises, habían sido identificados como los fundadores de Occidente, ausentes de la historia. Una historia que cada vez más tenía visos de catástrofe y frente a la que todas las mediaciones fracasaban, imponiéndose como una fatalidad a la conciencia moderna y a la historia misma de Occidente.

Ya sabemos como Adorno y Horkheimer orientan el análisis que de alguna forma pueda servir de respuesta a la pregunta por el extravío o desaparición de Ulises. La lectura del Excursus I : Ulises o mito e Ilustración dará cuenta del largo proceso de metamorfosis que el héroe antiguo sufrirá en sus sucesivas adaptaciones a las formas de la experiencia moderna. Un Ulises que, desde su origen, había hecho de su propia deriva el método de conocimiento y de configuración de la experiencia moral, desaparece ahora de la escena dejando huérfanos a quienes soportan la impotencia de no poder reconstruir el sistema de las mediaciones y tutelar así un horizonte moral, tal como desde el Ulises clásico Occidente había ido definiendo e interpretando.

Esta sugerida centralidad de la figura de Ulises es compartida no sólo por Adorno, sino también por los compañeros de generación. Para unos y otros la historia de Occidente podría ahora representarse por la elipse de un tiempo que discurre del Ulises clásico a otro moderno, el Ulysses de Joyce, el Leopold Bloom errante y extraviado que en el breve e inabarcable tiempo de dieciséis horas es capaz de representar la disolución de todos los códigos establecidos, una vez que su aparente naturalidad se convierte en pura ficción, esa manera de la apariencia con la que vienen a justificarse los asuntos de la vida y de la sociedad. Ese largo viaje que va del Ulises homérico al de Joyce representa para Broch el tiempo de la disolución. El viaje clásico se transforma ahora en errancia infinita: un ir y venir, recorrer mil veces los mismos lugares de un supuesto laberinto, fuera del cual paradójicamente sólo existe lo innombrable. Los monólogos de Molly o la ironía de Stephen Dedalus ya no protegen del abismo ni aseguran nuevas evidencias. Son sólo modos retóricos que sostienen como si de una levísima se tratara el juego arriesgado del sentido. Saben bien Molly y Stephen que el último límite es el de las palabras y quizá el de los gestos.

Este largo viaje que va del primer Ulises al antihéroe joyciano muestra mejor que ningún otro las serias transformaciones de un referente cultural que adquirió siempre una dimensión simbólica a la hora de articular el sentido y horizonte moral de la experiencia humana. Se trata de un viaje que de tantas formas señala los pasos de un destino cultural y posiblemente también de una historia que aun permaneciendo abierta en los años en los que se dan las conversaciones precedentes a Dialektik der Aufklärung anunciaba un futuro dramático. Recorre aunque sólo sea de forma indicativa estas transformaciones es la intención de estas notas, a la espera de otro desarrollo más amplio y problemático.

En una primera lectura contrastada de los textos Ulises es "aquel que parte". El viaje, la distancia, la lejanía respecto al lugar natal, a la propiedad, al supuesto familiar, marcan el punto de partida. Y este partir está marcado por dos grandes impulsos : una "insaciable sed" y una "inagotable curiosidad". Sed y curiosidad se corresponden. Hablan de un impulso, un Trieb, una necesidad que recorre el interior de Ulises. "Aquel que parte" es aquel "que se hace preguntas", que es pregunta. Esta le dispone a buscar una respuesta que está más allá de las evidencias consagradas y protectoras.

No se indica siempre el lugar o la dirección del viaje del que parte. Sí se afirma que se parte, como gesto absoluto, como decisión regida por la insaciable sed y por la inagotable curiosidad. Pero quien parte, quien abandona la transparencia de lo conocido, se encuentra en primer lugar con la no transparencia, lo oscuro, aquello que desde el no conocimiento se resiste y protege con la sombra. El primer viaje es siempre hacia la sombra, el lugar sin-nombre, que se nos oculta, enigma. Es esta proximidad al enigma, al mar de enigmas que despierta a Ulises a una nueva curiosidad, otra sed. Una extrañeza por primera vez probada se apodera del viajero que ve como su percepción y su mundo se separan. Es el largo y amplio mundo de lo desconocido que comienza a constituir la geografía extrañada del viajero.

Posiblemente sólo el mar - Thálassa o Pélagos - puede ser y acoger el mundo de los enigmas. Ulises es ante todo un héroe del mar. Hay otros que prefieren la tierra y recorren sus vericuetos ensombrecidos. Gilgamesh es uno de ellos, aunque a veces descienda a los ríos. Pero Ulises pertenece por destino al mar, el mar inmenso que lo abraza y frente al que apenas hay la posibilidad de un hablar claro. O el silencio o los ojos ex-orbitados o aquel "balbo parlare" que decía Montale. El mar se impone con su fuerza, su destino. Es la verdadera medida del afuera, de lo otro. Y viajar por él, atravesarlo es tanto como penetrar en el mundo secreto que sólo el viajero podrá descubrir y quizá más tarde conocer.

Esta travesía no sólo está protegida por lo oscuro y la no transparencia - esa forma particular de mostrarse lo desconocido - sino que al mismo tiempo está poblada de peligros. No se puede imaginar el viaje como un viaje libre de riesgos y peligros. De ahí que la idea de naufragio pertenece intrínsecamente a la idea del viaje. No se puede viajar sin naufragar. Sólo en el oikós, en el lugar natural, en la casa se puede evitar el naufragio. Pero en el mar naufragar pertenece a la idea misma del viaje. Es el naufragio como el peligro el que muestra la verdadera dimensión del mar y de su mundo. Ulises recorre de peligro en peligro, de naufragio en naufragio, ese difícil descubrimiento del otro. Y son éstos los que comienzan a marcar la edad de Ulises. Dante como Virgilio buscarán superarlos. El Ulises homérico los reconocerá como algo que está ahí inexorablemente. De ahí la poderosa y salvadora extrañeza al reconocer el límite que el mar le impone.

Posiblemente ésta sea la primera forma de la utopía, un lugar sin nombre o enmascarado por las sombras, del que todavía no sabemos ni podemos nombrar. Si antes era la extrañeza el resultado del encuentro con el mar de enigmas, es ahora una poderosa atracción la que arrastra y acerca al viajero al mar de sombras. Cada aparición, cada acontecimiento multiplicará la sed y la curiosidad. "Insaciables son los héroes del mar", anotaba Milosz hablando de Don Giovanni o de Miguel de Mañara. Es la pulsión que rige la sed y que se transforma en necesidad, la que orienta los ojos, la mirada del viajero Ulises. Esa mirada extraviada que tantas veces viene representada en los viajeros antiguos, dominados por el pánico del descubrimiento. Insistir en el carácter dramático del viaje es recuperar una perspectiva necesaria para entender la ética de la experiencia del héroe, esa dimensión que lo abre al desafío de lo natural o de lo inexorable y funda el carácter de su excepción, esa irrepetible decisión que lo sitúa en el horizonte de lo posible y utópico.

Pero es el viaje el verdadero laboratorio del conocimiento. Es él quien sitúa a Ulises en la tarea y el deber del ver y el conocer. Son estas las disposiciones que deciden la nueva relación con los acontecimientos, con las cosas. En ese esfuerzo por escrutar las sombras, por dar nombres - Borges recuerda que los primeros dibujos nacieron en China para atrapar los sueños - por re-conocer, la mirada juega un papel decisivo. Sólo ella aproxima y pacifica, detiene y entrega, ilumina y visiona. Y sobre todo ayuda a establecer una nueva relación. Es la mirada que se hace conocimiento la que traza la frontera que demarca los límites de la identidad, entendida como "cette limite à quoi ne correspond en realité aucune expérience" que dirá Lévi-Strauss. El viajero Ulises se convierte así en hombre-frontera. Es desde su propia experiencia que puede distinguir lo propio y lo otro. Aquello de lo que no tenemos experiencia pero que ya se anuncia en el mar de las sombras. Quizá debiéramos aplicar la voz extranjero al territorio de todo aquello de lo que no tenemos ninguna experiencia. Es ese mundo sombrío el que poco a poco se iluminará e irrumpirá ante la mirada de Ulises como un mundo real que problematizará la protegida identidad y sus privilegios culturales. Hay un antes y un después del viaje: es el descubrimiento del otro que se nos da desde las sombras tutelares e inquietantes de la lejanía. Sólo lo que está cerca, cae bajo el ámbito de los sentidos, puede darnos aquella certeza y seguridad necesarias. La lejanía incuba no sólo las sombras sino también el peligro. Este hombre-frontera, el Ulises de la primera metamorfosis, inaugura un saber ético que reorienta la relación humana, transformándola en un espacio intersubjetivo y de comunicación. Existe el otro, es ya el principio de una tesis que todavía no ha podido definir su alcance moral.

Como todos sabemos Ulises regresa a Itaka. No estoy de acuerdo con la lectura sugerida por Levinas que describe "son aventure dans le monde n'a été qu'un retour á son île natale, une complaisance dans le Même, une méconnaisance de l'Autre". Una lectura así olvida el proceso, la metamorfosis que acompaña al viajero, al desconocer el carácter central del viaje. Le bastaría identificar los gestos, las palabras, la extrañeza que acompaña al viajero que regresa. No, no es así. Ulises "regresa lleno de espacio y tiempo", afirma Ossip Mandelstam intuyendo el color de la mirada de Ulises. Su regreso no es la narración de peligros infinitos, de naufragios varios, de inenarrables encuentros. Si el Ulises que ahora regresa partió en su día marcado por aquella "insaciable sed" y aquella "inagotable curiosidad", a su regreso - Dante se preocupará de afirmar como la sed de conocimiento se desborda con la experiencia - aquel impulso ha pasado a ser ahora necesidad interior. Ya no se puede existir por fuera de aquella tensión y extrañeza, extrañeza que en su día delimitó la frontera entre lo idéntico y lo otro y ahora arrastra como fuegos del mar todos aquellos rostros que constituyen la primera forma de la memoria.

El Ulises que regresa - la diosa le recordará una y otra vez "sólo el mar es tu casa" - sufre una segunda metamorfosis que transforma su ser humano. A la primera metamorfosis - hombre-frontera -, le sucede ahora, tras el regreso una segunda: Ulises se transforma en Hombre-memoria. Su regreso arrastra el mar de nombres y sombras que inquietan y desestabilizan el mundo ordenado de la vieja casa. Todo se detiene y se abre ante la mirada extraña del que llega de lejos. Nada se corresponde con lo dado y por primera vez las apariencias de la identidad se resquebrajan. Si Virgilio pone todo su intento en garantizar un regreso a todo precio, es decir, hacer posible que la errancia se transforme en feliz regreso, el Ulises antiguo regresa cargado de una herida más profunda que la que Euridea descubriera en su pierna. Una herida que recorría por igual la mirada y el alma, remitiéndolo al mar sin fondo del otro. En su caso - antes y después de Virgilio - no basta con regresar para que todo recomience de nuevo ; nadie puede borrar ni amainar el oleaje que la memoria no siempre protectora trae consigo. Es este hombre-memoria el que interroga las evidencias y las somete a la prueba de sus contrastes. Son las preguntas que, como el caso de la Esfinge, suspende la evidencia para adentrarnos en la penumbra de las cosas. "Habrá que partir de nuevo", rezaba la predicción que Tiresias hiciera a Ulises. Sí, habrá que partir de nuevo. Pero este segundo viaje ya no será como el primero. Median tantas nuevas circunstancias, nuevos saberes, el antes insospechado descubrimiento del mar poblado de nombres, de islas, de habitantes varios. Y el regreso ha hecho todavía más fuerte su presencia, su inquietante compañía. Ulises pertenece a unos y a otros, y recorre el antes y el ahora sabedor de una transformación radical de su mirada. Y es precisamente este cambio el que no sólo decide el nuevo viaje, sino que lo convierte en una nueva experiencia. Ulises ya no es el viajero de antes, ya regresa al mar transformado en un hombre-ético, capaz de recorrer la frontera de la identidad y la diferencia, sabedor de la pertenencia que reúne y relaciona los extremos, los límites, las fronteras. Esta metamorfosis de la mirada se dibuja como el inicio de una nueva experiencia en la medida que inaugura una nueva forma de relación, de entendimiento del otro. Sin prejuzgar la fortuna de esta intención, lo que aquí cuenta es anotar la importancia que acompaña al viaje a la hora de definir no sólo los nuevos espacios de la experiencia, sino las nuevas formas de percepción que, como E.W. Said muestra, inducen las grandes innovaciones en los registros valorativos de una cultura. La mirada no sólo se adecúa a los intereses del reconocimiento sino también a las exigencias de determinadas políticas de la identidad. Los sistemas de exclusión - se articulan tácitamente a las necesidades de defensa o protección de identidades que imaginan o representan uno u otro riesgo de pérdida de las mismas. Esta exclusión, en sus diferentes episodios y aconteceres históricos, podrían ser entendidos como resultado de una defensa a ultranza de la identidad, ajena al reconocimiento ético del otro. Bastaría asomarse a las grandes narraciones del siglo XIX - de Flaubert a Balzac, de Melville a Conrad, etc. - para poder situar en su justo efecto la difícil decisión a favor de una mirada compleja frente a ese mar emergente de las diferencias sociales, étnicas, lingüísticas, religiosas, que siguen atravesando la cultura contemporánea.

Posiblemente hubiera que recorrer otros momentos si quisiéramos responder de manera directa a la pregunta que Adorno anotara en los márgenes del cuaderno de su esposa : "Was ist passiert mit Odysseus ?". Y posiblemente también tendríamos que recurrir al análisis de nuevas metamorfosis que a la larga han terminado por definir la mirada del hombre moderno. Un largo viaje de abstracciones reiteradas que - como Bataille, por cierto, tan frankfurtiano también él - han ayudado a secuestrar la experiencia y reorientado la mirada del viejo viajero a un sistema reificado de intereses, cuya defensa resulta cada vez más dramática e ilegítima. El viejo Ulises abrió ya desde su inicio no sólo un nuevo territorio para la experiencia humana, sino también una nueva actitud desde la que mirarla e interpretarla.

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