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Keaton o la entidad del absurdo

Se cumple medio siglo de la desaparición del gran Buster Keaton, referente incuestionable del mejor cine de humor de todos los tiempos

Conchita Montenegro y Buster Keaton. LA PROVINCIA/DLP

Este año se conmemoran los cincuenta años del fallecimiento de Joseph Francis Keaton, popularmente conocido como Buster Keaton (Kansas, USA 1895/Los Ángeles, USA, 1966), uno de los iconos por antonomasia del cine mudo estadounidense y, probablemente, el cómico más sagaz, incisivo e inteligente de la era dorada de Hollywood, a pesar de no haber disfrutado de la abrumadora popularidad que sí acompañó la carrera de algunos de sus más ilustres coetáneos, como Harold Loyd, Harry Langdon, Charlie Bowers, Larry Semon o Ben Turpin, cuyos inobjetables talentos en el uso imaginativo del humor jamás tuvieron un recorrido tan deslumbrante como el de Keaton, ni el absurdo alcanzó nunca en la pantalla una entidad tan arrolladora y surrealista.

Hijo de una familia de cómicos ambulantes escoceses e irlandeses, de quienes aprendería el difícil oficio de hacer reir, emprendió su carrera cinematográfica en 1917 bajo el padrinazgo decisivo del controvertido actor y director Roscoe Fatty Arbuckle y del productor Joseph M. Schenck en Fatty en la feria (Fatty at Coney Island), un filme de solo dos rollos, endiabladamente divertido, que preludiaba ya la irrupción en la meca del cine del slapstick como un modelo de comedia de gran calado popular, al tiempo que mostraba a un Keaton jovencísimo actuando como simple comparsa en medio de una devastadora batalla de sacos de harina donde ya se dibujaba el gesto lacónico que le caracterizaría durante toda su vida y su actitud inmutable ante la calamidad y el infortunio.

Algunos de sus escasos biógrafos aseguran que fue el olvido del público la única enfermedad que acabó con su vida otros, en cambio, se lo atribuyen al brusco frenazo que sufrió su carrera profesional, en los albores del sonoro, y a su pasión irrefrenable por el juego y el alcohol. Sea como fuere, el hecho es que la imagen de Keaton, al igual que las de otras grandes luminarias de la pantalla silente, no sobrevivió, artísticamente hablando, a los embates de los nuevos tiempos, quedando sepultada en el más vergonzante de los silencios o, en el mejor de los casos, convertida en mero objeto de culto para cinéfilos impenitentes. Más que atenuarse, el sentimiento de profunda soledad en el que se sumió por su manifiesta incapacidad para adaptarse a las duras reglas de juego de la industria de Hollywood en su transición hacia el sonoro se incrementó notablemente con el paso del tiempo hasta convertirse en un pálido recuerdo de una época en la que el reconocimiento artístico se medía solo y exclusivamente con los parámetros del talento y no por la habilidad camaleónica de someterte a la férrea disciplina impuesta por los grandes estudios.

Aunque tampoco gozó de la enorme popularidad de su colega y amigo Charles Chaplin, con quien compartió protagonismo en la inolvidable Candilejas (Limelight, 1952), supo granjearse rápidamente el aplauso de millones de espectadores de todo el mundo gracias, fundamentalmente, a su original concepto del humor y a que el propio Chaplin, ya en la cima del éxito, y lejos de entrar en el cuerpo a cuerpo entre dos de los más insignes maestros del cine mudo, no perdía la menor oportunidad de elogiar públicamente sus virtudes, a pesar de que sus respectivos productores no cesaran de alimentar su rivalidad profesional con propósitos casi siempre espurios.

Tuvo el alto honor de haber sido el primero en revelarse abiertamente contra la tiranía del legendario Louis B. Mayer y del draconiano sistema de producción que éste representaba, a sabiendas de que, con su actitud, ponía en serio peligro su propia estabilidad laboral. Y así fue: una larga carrera salpicada de triunfos y el apoyo mayoritario de la crítica internacional no bastaron para detener la caída en picado de este maestro inconmensurable del humor que hizo de la burla una fuente inagotable de inspiración poética y de su oficio el motor de una conflictiva existencia tanto fuera como dentro de los platós, especialmente agravada por su progresiva adicción a la bebida y a los juegos de azar.

Sorteó casi todas las barreras que se cruzaron en su camino para lograr su más preciado objetivo: trasladar al mundo de la comedia los dramas de un solitario, triste e impredecible personaje -Pamplinas lo rebautizaron en España- que vive en un conflicto permanente con los elementos en su empeño por encontrar en el agitado mundo en el que habita, un lugar donde poder sobrevivir honrosamente. Al contrario que Chaplin, los ejes de cuya obra siempre fueron sus continuas inyecciones de sentimentalismo, Keaton afrontaba la adversidad con planteamientos puramente cartesianos, sin coartadas melodramáticas, ni falsos happy end, mostrándonos, a través de su gélida e inmutable máscara de palo, un universo sembrado de temores, agravios y sorpresas inquietantes, como la de verse literalmente perseguido por centenares de novias en la magistral Las siete ocasiones (Seven Chances, 1925); la rocambolesca y trepidante hazaña que protagoniza en El maquinista de la General (The General, 1926) cuando se enfrenta solo a un comando nordista para salvar a su chica y a su vieja locomotora en plena Guerra de Secesión o sus afanados esfuerzos por mantener a flote su embarcación en El héroe del Río (Steamboat Bill Jr,, 1928), otro incunable del que, por cierto, existe en el mercado nacional una formidable edición restaurada y remasterizada en BD por el sello Divisa.

Desde su humilde debut junto a Fatty Arbuckle en 1917, la trayectoria de este maestro de la comedia fue ascendiendo de forma meteórica hasta alcanzar, a comienzos de la década de los años veinte, su período más intenso al combinar su trabajo de actor con el de director en una interminable serie de cortos que interpretó y dirigió para la Metro Pictures Corporation, compañía que incubó a la legendaria Metro Goldwyn Mayer. Pero su etapa más brillante llegaría seis años más tarde cuando, por encargo de esta misma compañía, dirige una divertida e imaginativa parodia de Intolerancia (Intolerance, 1916), la mítica película de David W. Griffith, con unos resultados comerciales y de crítica excelentes. Las tres edades (The Three Ages) también supuso la confirmación urbi et orbi del acreditado talento de Keaton y el preaviso de una racha de obras maestras que concluiría más o menos a mediados de la década de los treinta con su desafortunado retorno al mundo del cortometraje bajo las rutinarias batutas

de, entre otros, Jules White, Del Lord y Alfred S. Rogell, realizadores a sueldo de la Columbia que poca luz aportaron a la trayectoria profesional de este inclasificable maestro de la simulación.

Títulos como La ley de la hospitalidad (Our Hospitality, 1923), El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Junior, 1924), El navegante (The Navigator, 1924), Las siete ocasiones, El rey de los cowboys (Go West, 1925), El boxeador (Battling Butler, 1926), El maquinista de la General, El colegial (College, 1927), El Cameraman (The Cameraman, 1928) o El héroe del río, repuestos hasta la saciedad por las Cinematecas del mundo entero, constituyen la mejor credencial artística para este cineasta de mirada taciturna y gesto imperturbable que, gracias a su insobornable sentido de la independencia, logró abrir un nuevo y original acceso al terreno de la comedia cinematográfica, dando pie a una singular escuela de cómicos cuyos valores fueron heredados, entre otros grandes del género, por los cineastas galos Jacques Tati y Pierre Etaix, dos figuras canónicas a las que, como la de Keaton, habría que acudir con frecuencia para refrendar la enorme agudeza, coherencia y humanidad con las que observaron el mundo que les tocó vivir.

Pero, a pesar de los vanos intentos de directores como Billy Wilder, Michael Curtiz, Stanley Kramer, Jaime Salvador, Luigi Scattini, Irving Cummings o Richard Lester por recuperar su vertiente interpretativa en películas provistas, en su mayor parte, de un marcado tinte crepuscular, su genio artístico ya no gozaría de más continuidad. Su muerte, al contrario que la de otros grandes colegas de su generación, pasaría virtualmente inadvertida, aunque su obra sería reivindicada en 1962 y en 1963 por la Cinemateca Francesa y la Mostra de Venecia, respectivamente, con sendas retrospectivas que, de alguna manera, le devolverían la gloria que la incomprensión y el olvido le habían hurtado injustamente durante décadas.

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