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cine

Héroe y villano

Kirk Douglas cumple cien años tras seis décadas encarnando a personajes tenaces, duros y turbulentos que han marcado la memoria colectiva

Kirk Douglas interpreta a Espartaco. LA PROVINCIA / DLP

Entre los centenares de estrellas que iluminaron el firmamento hollywoodiense durante los años de la posguerra la de Kirk Douglas (Amsterdam, Nueva York, 1916) siempre desprendía un brillo muy especial. No solo por su explosiva y carismática presencia, venerada hasta el hartazgo por legiones de seguidores en todo el mundo, sino porque supo gestionar su carrera artística, tanto en el plano de la interpretación como en el de la producción, con una disciplina, una ambición y una coherencia inusuales por aquel entonces en la meca del cine, especialmente entre la veleidosa casta de los actores.

Mientras medio Hollywood andaba inmerso en una espiral de escándalos de toda laya y en estériles batallas intestinas por alcanzar la cima del triunfo a cualquier precio o por ocupar, en el más común de los casos, un espacio privilegiado en el hall o fame de la gran industria, Douglas se movía ya en otras coordenadas, mucho más apegadas al pragmatismo y a la auto exigencia artística que a los sueños delirantes que el propio Hollywood alimentaba desde sus entrañas en su afán por perpetuar su posición hegemónica en el mercado internacional del entretenimiento. Fue, por así decirlo, un rara avis en medio de un negocio plagado de aventureros sin escrúpulos y de falsos profetas de la modernidad.

Su meta profesional, desde su debut en 1946 con El extraño amor de Martha Yvers (The Strange Love of Martha Yvers), de Lewis Milestone -un turbio melodrama en el que interpreta a un personaje triste y pusilánime, a años luz del héroe inflexivo, enérgico y batallador que tantas veces encarnó a lo largo de sus más de 40 años de carrera- no fue otra que la de apostar por una trayectoria "de la que no tuviera que renegar nunca y que me hiciera sentir plenamente orgulloso por trabajabar en la dirección correcta". De ahí que su nombre se asociara siempre a los sectores más dinámicos y combativos del show business estadounidense y que sus películas, incluidas las más erráticas e inoperantes, gozaran siempre de un respeto cuasi reverencial entre su amplia cohorte de admiradores. "Nunca perdió el rumbo de su carrera cinematográfica ni la dejó en manos ajenas. Rompió su contrato con Hal B. Wallis al año de llegar a Hollywood porque quería libertad para elegir sus propios proyectos y tomar sus propias decisiones, y rescindió un contrato de larga duración con la Warner por la misma razón", afirma Tony Thomas, uno de sus más acreditados biógrafos.

Conviene precisar que Douglas, como muchos otros compañeros de generación, vivió largos periodos de su carrera profesional sometido a la opresiva autoridad de los grandes estudios hasta que logró fundar su propia productora e independizarse así del férreo tutelaje que ejercían los gerifaltes de las grandes compañías sobre las grandes estrellas cuando estas figuraban en sus nóminas bajo contrato exclusivo. Cuando alcanzó su soberanía, allá por la década de 1960, libre ya de ataduras, su influencia en Hollywood empezó a adquirir mucha más entidad y su figura cobraría un peso inusitado, sobre todo cuando tuvo el arrojo de contratar a Dalton Trumbo, uno de los reos de las famosas listas negras del macartismo, para que escribiera el guion de Espartaco (Spartacus, 1960), que Douglas protagonizó y produjo contra la oposición generalizada de los sectores más reaccionarios de la sociedad estadounidense.

Aunque el próximo 9 de diciembre se conmemora el centenario de su nacimiento y sus actuales condiciones físicas ya han borrado definitivamente su imagen de héroe enérgico, impulsivo y seductor que exhibió durante décadas por las pantallas de medio mundo, nada ni nadie podrá arrancar ya de nuestra vieja memoria el gozoso recuerdo que nos dejaron numerosas actuaciones provistas de una gran fuerza emotiva bajo batutas tan prestigiosas como las de Stanley Kubrick, Jacques Tourneur, Billy Wilder, Michael Curtiz, Mark Robson, John M. Stahl, William Wyler, Vincente Minnelli, Henry Hathaway, King Vidor, John Sturges, Robert Aldrich, Richard Quine, John Huston, Anthony Mann, Elia Kazan, Joseph Leo Mankiewicz o Howard Hawks.

Ni siquiera la errática deriva que tomaría su carrera a finales de la década de los sesenta y principios de los setenta con títulos manifiestamente mediocres, como La sombra de un gigante (Cast a Giant Shadow, 1966), de Melville Shavelson; Sindicato de asesinos (A Lovely Way to Die, 1968), de David Lowell Rich; Con los dedos cruzados (Catch Me a Spy, 1971), de Dick Clement; El gran duelo (A Gunfight, 1971), de Lamont Johnson; Un uomo a rispettare (1972), de Michele Lupo, o La luz del fin del mundo (The Light at the Edge of the World, 1971), de Kevin Billington, pudo oscurecer su brillante y pródiga trayectoria como intérprete de primera línea pues su continua presencia en la pantalla destilaba tal magnetismo que su talento no dejó de resplandecer ni en las circunstancias más adversas.

Hijo de emigrantes rusos de origen judío, la vida profesional de este genial actor y avispado productor podría resumirse en tres palabras muy sencillas que enlazan directamente con el prototipo americano del self made man: ambición, rigor y perseverancia. Con semejantes mimbres, potenciados por un talento artístico prodigioso, emprendió, hace ahora 70 años, una de las trayectorias cinematográficas más copiosas y originales de la historia de Hollywood, dejando para la posteridad actuaciones tan memorables como, por ejemplo, la del hampón perspicaz y refinado de Retorno al pasado (Out of the Past, 1947), la obra maestra de Jacques Tourneur, junto a Robert Mitchum y Jane Greer; el joven profesor de literatura inglesa que intenta sobreponerse a sus enquistados conflictos matrimoniales en Carta a tres esposas (A Letter to Three Wives, 1948), una elegante e incisiva comedia firmada por el gran Joseph L. Manckiewicz donde Douglas afronta su primer trabajo encarnando a un héroe de moral intachable, o la del púgil codicioso e insaciable de El ídolo de barro (Champion, 1949), de Mark Robson, un retrato estremecedor, realista y sin concesiones del turbio universo del boxeo en el que, además de recibir su primera nominación al Oscar, se muestra ya como un intérprete consumado. O como el ejecutivo en crisis de El compromiso (The arrangement, 1969) con Elia Kazan.

Con su participación como protagonista en El gran carnaval (Ace in the Hole. 1951), de Billy Wilder, continúa con su galería de tipos iracundos y sin escrúpulos, introduciéndose en la piel de un joven periodista cuyo único objetivo es conseguir el éxito profesional a cualquier precio, incluyendo el uso de la mentira y la manipulación más cínica y miserable para alcanzar sus propósitos. Ciertamente, resulta poco verosímil imaginarse al inolvidable Chuck Tatum sin el rostro crispado y sin la prominente mandíbula de este actor, pero aún resulta más incompresible que no obtuviera por este soberbio trabajo una más que merecida nominación al Oscar. Tampoco se comprende la indiferencia mostrada por la Academia ante su más que meritoria interpretación del detective James McLeod en el formidable filme de William Wyler Brigada 21 (Detective Story, 1951), otra demostración de la gran capacidad de Douglas para encarnar, con absoluta convicción, a oscuros y retorcidos arribistas en continuo conflicto con el entorno social en el que se desenvuelven.

También figuran entre sus actuaciones más celebradas, y por las que fue igualmente ignorado por la Academia, la del ambicioso y despiadado productor de cine de Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, 1952), de Vincente Minnelli, arquetipo que repetiría, diez años más tarde, en Dos semanas en otra ciudad (Two Weeks in Another Town), con el propio Minnelli en la dirección, y la espléndida Cyd Charisse como partenaire femenina. En ambos casos el autor de Gigi, (1958), uno de los nombres más respetados por la crítica y el público, somete el contradictorio mundo de Hollywood a un frío e implacable juicio sumarísimo que logró levantar abundantes ampollas entre los sectores más conservadores de la industria. También bajo las órdenes de Minnelli Douglas dio vida al atormentado pintor holandés Vincent Van Gogh en el excelente biopic El loco de pelo rojo (Lust for Life, 1956), un bronco melodrama de más de dos horas de duración que explora la complejidad innata del legendario maestro del impresionismo con un refinamiento visual admirable.

Westerns de gran impacto popular como La pradera sin ley (Man Without a Star, 1955), de King Vidor; Duelo de titanes (Gunfight at the O.K. Corral, 1957) y El último tren de Gun Hill (Last Train from Gun Hill, 1959), ambas dirigidas por John Sturges, El día de los tramposos (There Was a Crooked Man, 1970), de Mankiewicz, o El último atardecer (The Last Sunset, 1961), de Robert Aldrich, forman parte, asimismo, del saldo favorable de un profesional que supo adaptarse a las exigencias de casi todos los géneros sin que en ningún momento menguara su genio ni delante ni detrás de las cámaras. Pero su gran capacidad transformativa quedó especialmente patente en el papel, enormemente comprometido, del oficial que se opone tajantemente a los fusilamientos de tres soldados rasos por orden superior en ese abrasivo e implacable alegato contra la guerra que fue Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957), así como en Espartaco, ambas dirigidas por Stanley Kubrick, donde Douglas demostró urbi et orbi el verdadero alcance de su maestría como intérprete y su generosa mano izquierda como productor.

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