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La traducción como ética

"La literatura absoluta", según la expresión de Calasso, corre el peligro de sucumbir ante el peso muerto de la industrialización de la cultura

Ezra Pound. LA PROVINCIA / DLP

El Taller de Traducción Literaria de la Universidad de La Laguna -nacido en 1995, y que en 2015 cumplía veinte años de actividad ininterrumpida- es la consecuencia o el fruto de distintas preocupaciones convergentes. Esas preocupaciones son, en más de un sentido, también necesidades: necesidades de nuestro presente y, al mismo tiempo, exigencias intelectuales y espirituales brotadas del núcleo mismo de nuestra cultura. No responder ante unas y otras habría significado ignorar uno de los problemas más graves a que se enfrenta la cultura contemporánea.

Por una parte, en sociedades cada vez más entregadas a la comunicación fácil y a la degradación y corrupción de aquellos valores que nuestra cultura ha logrado -no siempre de manera sencilla- legar a la realidad de nuestro tiempo (y no sólo a la "alta cultura"), y, por otra parte, ante productos literarios cada vez más marcados por la banalidad, por la publicidad engañosa y por los intereses mercantiles, un mínimo sentido de la responsabilidad intelectual exigía, y exige, reaccionar del modo más inequívoco en la defensa de lo que ha representado y representa la creación literaria en su sentido más puro -y, de manera inseparable, de lo que representa igualmente su difusión internacional. No será preciso insistir en esto último: el significado actual de la literatura no puede calibrarse hoy sino en una dimensión transnacional. Más atención, más vigilancia, merece la noción misma de literatura, hoy fácilmente confundida a menudo con el mero producto industrial. La "literatura absoluta" (según la expresión de Calasso), la "literatura difícil" (Bonnefoy), corre el peligro de sucumbir ante el peso muerto de la industrialización de la cultura. El problema no reside, claro está, en la industrialización misma, sino en la interesada confusión de valores: en su envilecimiento. De ahí que, desde sus mismos inicios, el Taller de Traducción Literaria tuviera entre sus objetivos fijar la atención en "aquellos textos que por su nivel de elaboración o de 'información estética' presentan un grado especial de dificultad y de complejidad".

Es aquí donde la traducción está llamada a desempeñar un decisivo papel. Por un lado, en el plano antes aludido de la dimensión transnacional de los hechos literarios; por otro, en la necesidad de que los textos fuertes, difíciles, complejos, no queden aislados en sus lenguas respectivas. Dicho de otra manera: si es absolutamente vital que esos textos, en su paso a otras lenguas, conserven sus valores literarios, no es menos trascendental identificar los textos mismos, reconocerlos, en medio de la desvalorización casi generalizada en que está inmersa hoy nuestra cultura. La poesía, especialmente ( lato sensu, que incluye la prosa narrativa y el teatro más abiertos a la experiencia de la palabra), ha sido víctima casi atávica de esa falta de identificación, de esa invisibilidad. Tenemos, pues, una responsabilidad considerable ante esos textos, tanto en un sentido como en otro, tanto en su reconocimiento como en su circulación internacional (y en la calidad de esa circulación). Doble tarea -doble compromiso.

Ocurre, por lo demás, que la traducción, por ser en su esencia una apertura radical a la alteridad, es justamente lo contrario del ensimismamiento, de todo aquello que vuelve rígidas y cerradas las tradiciones literarias nacionales. No nos cansamos de repetir el conocido dictum de Ezra Pound según el cual "Una gran época literaria es tal vez siempre una gran época de traducciones"; y más grande será aún, por consiguiente, cuanto más cuidadas, más rigurosas, más exigentes sean las traducciones. Sólo como provocación de dudoso gusto ha de entenderse, pues, la declaración formulada en su día por el británico Philip Larkin de que no había leído en su vida una sola línea de poesía extranjera. Se trata de un hecho que, además de ser culturalmente imposible, revela hasta qué punto ha arraigado la idea de que la poesía es por definición intraducible (la idea, por ejemplo, de que Pushkin sólo tiene sentido en ruso). Desde Pound sabemos precisamente que la "intraducibilidad" de la poesía no excluye su recreación, su reescritura: un nuevo texto con vida propia, y no menos decisivo para la perdurabilidad del "original" que el original mismo. Resulta evidente, además, que el "nacionalismo lingüístico" (por llamarlo así) de Larkin choca con la realidad de la poesía desde el Romanticismo hasta hoy mismo: ningún gran poeta moderno, en efecto, ha permanecido indiferente a la realidad, a la necesidad, a la responsabilidad de la traducción.

Y esa ha sido, precisamente, otra de las preocupaciones de las que hablábamos al comienzo de estas líneas. El Taller de Traducción Literaria ha sido y es, antes que nada, un taller de lectura, en el sentido casi rabínico de esa palabra. Y no sólo porque traducir es la mejor forma de leer, sino también porque cada palabra, e incluso cada signo de puntuación llegado el caso, son valorados, medidos, interpretados, en la conciencia de que espíritu y letra son inseparables ("El Santo, bendito sea, reside en las letras"). Esa conciencia permite confirmar que en el interior de la poesía moderna la traducción ha desempeñado un papel central en la comunicación y el intercambio de temas, motivos y procesos estéticos. No se entiende hoy, por eso mismo, que un poeta se limite al trabajo en su propia y exclusiva obra. No se entiende al poeta que no traduce, esto es, que no es consciente de su responsabilidad ante la realidad actual de la palabra poética y el sentido de su aventura en el mundo de hoy.

Más allá de las ilusiones del calendario, es esto lo que en este aniversario del Taller de Traducción Literaria deseamos recordar. La traducción, en suma, como ética. Una ética que admite comportamientos muy diferentes, pero todos ellos nacidos de una necesidad y una responsabilidad.

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