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Los rastreadores de la belleza "sublime"

El encuentro de la inglesa Olivia Stone con el Roque Nublo resultó apoteósico: "Monolito gigantesco, inmenso castillo, castillo normando, afilada aguja"

Olivia Stone, su séquito y unos campesinos en la salida de su expedición por Gran Canaria. FEDAC

El ascenso al término municipal de Tejeda iniciado por Olivia Stone en la madrugada del martes día 13 de noviembre de 1884 tuvo su origen en el deseo expresado por la citada viajera de acceder al centro geográfico de la isla para presenciar en primera persona las maravillas que algunos compatriotas de Irlanda e Inglaterra le habían contado sobre el Roque Nublo. Según recoge en Teneriffe and Its Six Satellites (1887), la culminación de lo que prometía ser una larga travesía que se gestó en los jardines del antiguo Hotel Europa y finalizó en las cumbres de Gran Canaria supuso para la joven algo más que el cumplimiento de un objetivo: la contemplación de un menhir definitivamente "colosal" ?"a central and a magnificent rock", detalla?, empleando, para referirse a la altura del emblemático peñón, expresiones del tipo "monolito gigantesco", "inmenso castillo", "castillo normando", "afilada aguja"? en clara alusión a lo que en la antigüedad fue utilizado como lugar de culto aborigen y en el imaginario anglosajón de nuestra visitante se erige como una torre vigía que muy bien podría encontrarse en los confines de la Francia Occidental.

Las cumbres que coronan lo que hoy conocemos como el Parque Natural de Cuenca de Tejeda abarcan, según describe en el segundo volumen del citado diario, una "zona de compactas montañas" que simulan un paisaje "histórico, heroico y abrupto" de grandes dimensiones. En el Pico de las Nieves, a algo más de 6.000 pies sobre el nivel del mar, el Océano Atlántico de la señorita Stone es de una belleza "sublime". Desde el corazón de la isla, los barrancos que surcan longitudinalmente la superficie del terreno como si fueran cicatrices en la piel, la propia caldera y los conglomerados traquíticos que explican por sí solos el comienzo del vulcanismo en las islas a través de las coladas basálticas que resultan visibles desde el mar, forman, para Olivia Stone, una escena dramática plagada de símbolos geológicos, hundimientos de terreno y volcanes que Miguel de Unamuno bautizará en los primeros años del siglo XX con el nombre de "La tempestad petrificada". "Espectacular", "sublime", "gigantesco" y "traquítico" avanzan, en el plano de la percepción de Canarias, lo que para las expediciones francesas del siglo XVIII ?especialmente las llevadas a cabo por Louis Feuillée en 1724, Claret de Fléurieu en 1768, Charles de Borda en 1771, J. F. De la Pérouse en 1785 y Nicolas Baudin en 1796?, había sido tan solo un lugar geoestratégico, un espacio de experimentación y prueba de los proyectos horarios que Francia venía llevando a cabo desde sus costas hasta las Islas Afortunadas con el fin de cambiar definitivamente el discurso estelar por la nueva dicción itineraria de los relojes.

A ojos del visitante extranjero ochocentista, el atractivo de Canarias se distancia, en muchos casos, de la carrera científica iniciada, en distintos momentos del siglo XVIII, por la Europa ilustrada. Desde 1801, el perfil intelectual y científico del viajero de Las Luces cede el paso a una especie de viajero romántico para el que la nueva forma de entender la realidad está en el propio espíritu, en el entendimiento del hombre con el paisaje y en los beneficios que la naturaleza puede depararle cuando, finalmente, la decisión es salir al encuentro con el mundo exterior.

En la primera mitad del siglo XIX, la naturaleza científica de la poesía de James Thomson en Escocia y John Dyer en Irlanda, evita oponerse a la naturaleza romántica de Wordsworth y Coleridge en Inglaterra. El llamado Grand Tour de los viajes académicos por Europa, claro antecesor del turismo moderno, es en el referido momento un continuum de odas al Mont Blanc, alabanzas a los grandes lagos del Viejo Continente y versos y más versos sobre la realidad desnuda del cosmos y de la tierra. La poesía de Lord Byron, Shelley y Keats unida a la influencia de Joseph Farington, Thomas Girtin y Edward Dayes, algunos de los mejores paisajistas ingleses de la Ilustración en Inglaterra, ayudan a generar esta atmósfera de interpretación y enfoque sensible del paisaje con la que los nuevos escritores intentan esquivar la razón para que sea el alma la que descubra, estética y literariamente, los alrededores de Roma, la cordillera alpina y la exuberancia de los bosques de Finlandia atendiendo a la forma natural en la que este tipo de parajes, por aquel entonces, decididamente exóticos, se descubre y manifiesta.

La señorita Stone, al igual que otras viajeras del siglo XIX como Elizabeth Murray, Margaret d'Este y las hermanas Florence y Ella Ducan, trata de encontrar en las islas algo parecido a lo que Farington, Girtin y Dayes intentan reflejar en la pintura, es decir, la impronta de un rincón paisajístico cuyo impacto pueda ser igual o mayor que el representado en un lienzo, una tabla o una cuartilla de papel habíéndose considerado con anterioridad sus cualidades pintorescas. En este sentido, la llegada de Lady Stone al municipio cumbrero de Tejeda en 1884, se informa atendiendo al estado del cielo, la fuerza de la luz, las condiciones atmosféricas de ese día en la isla y lo que es más importante, la valoración espiritual de quien lo contempla: "Tejeda es una ladera empinada", escribe, "cruzada y dividida en secciones por innumerables barrancos que convergen, todos, en una zona más baja y más estrecha formando una gran corriente de agua que fluye hacia el oeste hasta desembocar en La Aldea? Tejeda es sin duda un valle gigantesco cubierto de rocas gigantes, dormido, y vasto, y tranquilo, y lejano".

En 1888 es Frances Latimer la que en The English in the Canary Isles recoge una señal artística parecida al advertir, exactamente desde el mismo escenario, la fuerza pictórica de la que hablamos: "Una cuenca ?el cáliz de un cráter extinguido?? Del conjunto del campo y las montañas emana un cierto aire suizo que acentúa, más que devaluar, el encanto de la escena convirtiéndola en un paisaje tan encantador como todos los que hemos visto en estas maravillosas islas".

Los encantos de Tejeda en Latimer no solo trascienden lo geográfico ?"cáliz, aire suizo, paisaje encantador?"? para situarse en lo simbólico según hemos advertido en Stone y Unamuno. El Roque Nublo y el primitivo Bentayga no son solo templos antiguos. Unas veces el sol y otras veces las estrellas los hace también pintorescos, término que algunos ensayos inicialmente publicados en Inglaterra durante la Ilusración de Jorge III coinciden en definir como "el doble del valor que un determinado rincón del paisaje adopta cuando viene acompañado de una serie de circunstancias accidentales de ubicación y disposición que refuerzan su belleza". Según esta y otras aclaraciones provenientes de la Ilustración anglosajona, lo que es pintoresco no puede ser al mismo tiempo sublime, mucho menos, celestial y, bajo ningún concepto, grandioso: tan solo algo susceptible de ser reproducido en un lienzo con el fin de fijar sobre la tela el momento que rememore aquella efímera observación.

Es justamente bajo el reinado de la reina Victoria cuando Canarias es, para unos, sinónimo de "geografía científica" y, para otros, algo completamente análogo a la "geografía estética". "Mi vida entera se resume en una estación", confiesa la citada emperatriz a uno de sus ministros cuando, al mostrar uno de aquellos libros de viaje sobre Canarias a un grupo de parlamentarios conservadores de 1900, cree echar de menos la primavera de la que tanto escribe Olivia Stone, Mary Kingsley, Charles Edwardes y Thomas Vernon Wollaston en un momento que es claramente la antesala de la aceleración turística y el crecimiento, en número de visitantes, a las islas donde el atractivo de lo pintoresco no va a residir por mucho tiempo en la búsqueda de un lugar, un área o un espacio de iluminación y disposición especiales, sino en la adquisición de uno o dos souveniers que ayuden a recordar el viaje a ese lugar que, a pesar de su lejanía y, sobre todo, por su belleza, resulta difícil olvidar. "Muchas ciudades parecen más bonitas vistas desde el mar", resume, finalmente, Florence Du Cane en The Canary Islands (1911), "y esto es, quizá, especialmente cierto en el caso de Las Palmas de Gran Canaria. Estaba poniéndose el sol tras las bajas colinas que asoman sobre una larga línea de dunas, moteada de tamariscos, que va del Puerto a La Isleta y, a la luz del atardecer, la misma ciudad, distante unos cinco kilómetros, parecía muy atractiva, con las torres de su catedral asomando sobre las palmeras de la costa?"

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