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Conexiones sensibles para entrar en vereda

Las persuasivas redes del mal y los fantasmas interiores en 'El diablo de las provincias', cuarta novela de Juan Cárdenas

Juan Cárdenas. LA PROVINCIA/DLP

El díler, el camello filósofo de acera que le pasa la maría al biólogo, sostiene que "la mitad de lo que uno vive solo pasa dentro de la cabeza. Y de la otra mitad", añade, "la mitad pasa en la lengua, en la habladera de mierda, sí o qué. Solo un cuartico es real". En cuanto al biólogo, más que mediada ya El diablo de las provincias, lo que vive -en su cabeza, en la lengua o en la realidad- es su regreso de fracasado a su pequeña ciudad natal, donde se le empiezan a amontonar indicios de que un serio temporal se está gestando contra él. De ahí que el díler, de faro corto pero intenso y buena gente, le participe esa revelación adquirida en el curso de una de las sesiones de su terapia favorita: las largas duchas en la oscuridad.

Reparen por cierto en que, de acuerdo con las innovadoras normas ortográficas de la RAE, la lección del díler podría aplicarse tanto a lo que se vive sin compañía como al lugar donde transcurre lo vivido. Así que, liberados de la fidelidad a las comillas, sepan que donde han leído "solo" deberían haber leído sólo. Pero 55 palabras son ya demasiadas para comentar ocurrencias inmortales, así que volvamos a la ciudad enana.

El biólogo es el protagonista de El diablo de las provincias, la cuarta novela del colombiano Juan Cárdenas (1978), tras Ornamento, Los estratos y Zumbido, a las que precedieron los relatos de Carreras delictivas. Cárdenas, que regresó a su tierra natal en 2014 después de quince años en España, es uno de los mejores ejemplos de la espléndida cosecha de autores de cuarenta a cincuenta años que surca hoy Latinoamérica. Una generación de maduros lectores, nacidos en torno a la década de 1970, que lo han digerido todo -el boom, el rechazo del boom, Europa, los parnasos anglosajones, las tradiciones mayores y menores de América Latina- y que, con un oído en las hablas locales y el otro en el rumor de las letras recibidas, emiten voces tan notables como originales y diversas. Por sólo citar algunos de los que, con fino olfato está rescatando la cacereña Periférica, no le pierdan el rastro al boliviano Maximiliano Barrientos, al argentino Nicolás Cabral, a la dominicana Rita Indiana o al mexicano Yuri Herrera.

Pero volvamos al biólogo, quien como todos los personajes de El diablo de las provincias, carece de lo que antaño se llamaba nombre de pila. Tras quince años de trabajos científicos, se supone que en Europa, ya que las tierras de Cárdenas tampoco tienen nombre, sólo hablas (o hablas solas), ha regresado a su pequeña ciudad natal, se supone que en el sur de Colombia junto a la cordillera, donde da clase en un internado de señoritas. Carga el fardo de un divorcio y una carrera interrumpida, se supone que por los recortes derivados de la crisis. Y tanta suposición es una sabia táctica narrativa, porque al borrar las pistas nominales Cárdenas dibuja una densa atmósfera oniroide que la precisión musical de su frase vuelve de una vivacidad opresiva.

El biólogo se enfrenta a un doble pasado, doblemente presente. Por un lado, la ciudad, pequeña, malsana y corrupta, de la que se ha enseñoreado la triple alianza de la política, la industria -en su caso serán los devastadores cultivos de palma de aceite- y la religión, que al biólogo le sobrevolará en forma de secta oscura. Más oscura que la Iglesia. Tan oscura que algunos episodios de la narración han movido a hablar de novela negra. Sea, pero no se confundan. Aquí el crimen es la pura vida tejida en torno a una santa trinidad del mal que, de nuevo, ha movido a comparar el escenario de El diablo de las provincias con la Sicilia de Sciascia. Noble intento de reclamar atención para un Cárdenas cuya escritura no lo necesita -se basta a sí misma- pero que, ha de reconocerse, puede quedar condenado por la vorágine editorial a no rebasar los círculos del boca a oreja.

Dentro de ese escenario ciudadano comenzarán a despertarse los fantasmas interiores del ayer, librados a destruir las barreras defensivas levantadas por el biólogo durante años. Y, por encima de todos, el del hermano menor, su contrafigura, muerto hace diez años en circunstancias muy oscuras que nadie ha tenido demasiado interés en esclarecer. Exterior e interior, trinidad tiránica y espectros, se irán trenzando en una espiral de tensión que situará al biólogo al borde de la parálisis al interpretar la realidad como fragmentos de una conspiración en la que se encadenan, entre otros elementos, el internado de señoritas, muchas de ellas embarazadas, una antigua novia y una desconcertante oferta de trabajo.

Una parálisis a la que sólo un pensamiento de apariencia científica brindará una puerta de salida: "La inteligibilidad de toda la red de relaciones aparentemente mecánicas entre organismos depende de las conexiones emocionales". Reflexión que conlleva su propio corolario: "La pintura de la naturaleza solo surge si el científico asume su singularidad, el frágil y delicado espacio desde el que mira, oye y habla". Un corolario que, bajo el peso de apremiantes circunstancias, puede mover a estudiar en serio la tentación del diablo provinciano. La de, al fin, entrar en vereda.

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