La Provincia - Diario de Las Palmas

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Medio siglo de la gesta de santiago alcaraz

El niño polizón que se coló en Gran Canaria

En 1966 y, con sólo 11 años, se metió en un avión en Madrid rumbo a la Isla. Quería ver el mar, y de paso, el mundo.

Santiago Alcaraz.

Su cara de niño bueno, con unas gafas negras de pasta y los pantalones cortos, tan habituales en aquellos años, camuflaron a la perfección la naturaleza inquieta de Santiago Alcaraz, un intrépido adolescente madrileño de 11 años, capaz de llevar a cabo la aventura más fascinante que alguien haya podido vivir: colarse en un avión desde el aeropuerto de Barajas y viajar hasta Gran Canaria. Cuando los periodistas le preguntaron por qué había decidido escaparse de casa y llegar tan lejos, el niño polizón volvió a sorprender con su lógica respuesta, "sólo quería ver el mar".

Su historia resulta tan sugerente, tan imposible, que parece más una travesura de ficción que un hecho real. Como las aventuras de Zipi y Zape o las gestas de un Tom Sawyer de la meseta, que cambia las orillas del río Mississippi, en el sur de Estados Unidos, por una colosal peripecia que lo llevó a convertirse, durante varias semanas, en el protagonista principal de medios de comunicación de todo el país.

El paso del tiempo, nada menos que 50 años, no han logrado borrar de la memoria de un ya jubilado Santiago Alcaraz aquellos días felices. Cada vez que recuerda su inusual aventura no puede evitar emocionarse, por el trato recibido en la isla, por esa semana que pasó hospedado en un colegio de Santa Brígida, los múltiples regalos que le hicieron y también ese día de excursión en el que pudo ver el mar, "aunque ese día no me bañé, y estaba tan sobrepasado que tampoco le di tanta importancia". Y jamás olvidará su regreso sonado a casa, con periodistas y autoridades que le esperaron al bajar la escalerilla.

La vida y sus circunstancias han impedido que este antiguo trabajador del metro de Madrid haya vuelto a visitar Gran Canaria, "y mira que me hubiera encantado, pero no se ha podido".

Calle Las Palmas, en Móstoles

Desde su casa en la calle Las Palmas de Móstoles reconoce que aquel viaje le cambió en cierta manera. Las Islas formarán parte para siempre de sus recuerdos, y su historia merece tal detenimiento que habrá que volver, como en un viaje en el tiempo, a aquel verano de 1966.

Sus padres se habían venido de Andalucía a trabajar a Madrid. En los años sesenta, alrededor del centro de la capital crecían pequeñas poblaciones de gente humilde que trataba de salir adelante como podía, así nació Orcasitas. Santiago, el penúltimo de cuatro hermanos, siempre fue un niño inquieto, dado a la aventura. Le gustaba conocer mundo, y solía fugarse del colegio y meterse como polizón en cualquier tren con destino desconocido, tal vez por eso sus padres estaban ya acostumbrados a que este chiquillo tardara en ocasiones en regresar a casa. "En los trenes siempre me cogían", recuerda Alcaraz, aunque esta circunstancia en ningún caso serenó sus ansias por seguir con sus aventuras de gran calado.

Los padres, cansados de las andanzas de Santi, decidieron meterlo interno en un colegio de Ávila, pero en verano volvía al barrio y recobraba en plenitud su libertad de movimientos.

En la mañana del 7 de agosto su madre, seguramente con mil tareas, le dio dinero para que fuera a buscar una botella de vino para su padre. "No se cómo", señala Alcaraz, "pero en mi bolsillo se quedaron 12 pesetas". Y ahí empieza esta frenética aventura que lo lleva primero a un cine que estaba por el centro. "Mi intención fue gastarme parte de ese dinero en la entrada para ver una película, no sé cuál era, pero no me dejaron entrar. Enfadado me fui al Retiro porque entonces allí estaba el zoológico".

Con 11 años era un niño muy despierto y bastante espabilado. Controlaba todos los medios de transporte y sin miedo aparente se movió con soltura por medio Madrid. Cuando ya sólo le quedaba una peseta, vio una guagua que ponía dirección Barajas. "Pensé que nunca había estado en el aeropuerto y que me encantaría ver de cerca a los aviones. Con el dinero que me quedaba pagué el billete, y además pensé, para la vuelta ya me las arreglaré".

Llegó al aeropuerto y se quedó por fuera, por la zona vallada. En principio sólo pretendía poder disfrutar viendo como despegaban y aterrizaban los aviones. Al parecer verlos desde la distancia no fue suficiente y de pronto descubrió un agujero, una valla rota, que atravesó con facilidad y lo llevó hasta el interior. Sin dudarlo siguió con su paseo y llegó hasta unos hangares. Cerca de allí escuchó las voces de un grupo de pasajeros que caminaba por la pista y que se dirigían a uno de esos aviones. Sin levantar sospechas se mezcló con ellos y entonces descubrió que el vuelo tenía como destino Gran Canaria. De pronto se dio cuenta de su enorme fortuna, podría ver por dentro cómo era un avión y además viajaría a Canarias, nunca antes había visto el mar.

Santiago Alcaraz Martínez reconoce que en aquellos momentos lo que estaba viviendo lo sobrepasa, "como si en lugar de ir a Gran Canaria, el avión hubiera volado a Brasil, me hubiera marchado igual, no tenía ninguna sensación de miedo. La inocencia que es muy atrevida. Yo no era malo, pero sí muy inquieto, lo que buscaba era conocer mundo, y lo logré". Como quien sube y se tira por un tobogán los acontecimientos resultaban imparables, y aquel niño tranquilo, seguro de sí mismo, y sin temor aparente, da el pistoletazo de salida a su gran gesta.

"Me senté al lado de dos señoras, muy amables, dice Santiago Alcaraz, "ellas me preguntaron por qué viajaba solo, y yo les dije que en el aeropuerto me esperaban mis tíos", sonríe al recordar su ocurrencia. Ya tenía preparado el discurso, entonces no quería que lo cogieran como había pasado cada vez que se colaba en un tren.

Con respuesta para todo, y sin mostrar el menor signo de abatimiento o preocupación, Santi disfrutó del viaje sin perder detalle, siguiendo el vuelo desde el asiento que da para la ventanilla. Las señoras le cedieron el puesto para que el trayecto le resultara más ameno.

Entre las 10 y las 11 de la noche, no se acuerda exactamente de la hora, el avión aterrizó en Gran Canaria. De la misma manera que logró subir a bordo, el niño polizón salió de igual forma. Ninguna azafata se acercó para comprobar que aquel chico silencioso y educado necesitaba algo, nadie se percató de su atrevimiento. Ya en tierra, sigiloso, caminando entre el resto de pasajeros, Santiago trata de buscar un sitio en el que pasar la noche. De vez en cuando piensa en sus padres, cómo van a reaccionar cuando se enteren que ha llegado a Canarias. "Me metí como en una oficina, y vi al vigilante que dormía plácidamente. Sin hacer ruido me acerque a una sala en la que había un sofá y allí pasé la noche".

El hambre hizo que se despertara muy temprano. "Estaba amaneciendo, salí de allí, y fue hasta una casa grande, tipo chalet que había cerca. Toqué en la puerta y me abrió un señor. Me acuerdo que le dije que si podía darme algo de comer. El hombre quiso saber quién era y de dónde venía. Al contarle que había llegado anoche desde Madrid, no se lo creía. Después llamaron a la Guardia Civil y se formó el gran lío".

Al contarlo, Santiago Alcaraz vuelve a emocionarse. Lo vive con la pasión intacta, como si toda esta historia hubiera ocurrido ayer, y no hace ya 50 años.

Una semana en Santa Brígida

La noticia de la llegada a la isla de un niño polizón corre como la pólvora. Los periodistas no dan crédito. Todos quieren hacerle una entrevista, y hasta se hacen fotos con este avezado madrileño. El periódico El Eco de Canarias recoge la información en portada. Y así el pequeño Santi, como lo llaman en los distintos medios de comunicación, termina por convertirse en el personaje más popular del momento.

Las autoridades no saben bien cómo actuar en este caso. Mientras tratan de buscar una solución, el niño permanece bajo la tutela de la escuela Hogar Nuestra Señora de la Luz en Santa Brígida.

Mientras él parece tranquilo, contento por el trato que se le da en la isla, en Madrid sus padres no acaban de asumir la nueva travesura de su hijo. Hablan con él por teléfono y sobre todo no saben cómo van a pagar el billete de vuelta.

"Mi familia no tenía muchos recursos, para ellos esto era un gran problema. Estarían muy preocupados. Creo que mi padre les dijo que podrían llegar a pagar más o menos un billete en barco, pero para el avión no tenían".

Al final no fue necesario que sus padres hicieran ningún gasto. Iberia se encargó de traer de vuelta a su primer polizón, y esta vez el trayecto lo hizo en preferente, con todas las comodidades. De hecho, en la historia de la aviación sólo se había producido otro caso, en 1947 un muchacho se coló en uno de sus aparatos pero el chico no logró su objetivo. La hazaña de este madrileño resultaba única.

Antes de su regreso a Madrid, Santi pudo disfrutar de una semana en Gran Canaria. "Recuerdo los paseos por Santa Brígida con los otros chicos, también me llevaron a una playa, vi el mar, y hasta hicimos una excursión en la que pude subirme en un caballo. Otra de las cosas que no se me olvida fue el Estadio Insular, se podía ver desde una montaña. La verdad es que me lo pasé muy bien. A veces pensaba que en casa me esperaba una buena, pero yo seguía tan tranquilo. Cuando volviera a Madrid ya me las arreglaría".

Santiago Alcaraz no dejó de conceder entrevistas y de recibir regalos. Todavía conserva con cariño el lote de libros sobre Biografías de Forjadores de la Historia Contemporánea que le regaló el director del Eco de Canarias, Pío Gómez Nisa con una dedicatoria en la que le agradecía al niño "haber protagonizado para los periódicos españoles la más sugestiva aventura veraniega y como recuerdo de Las Palmas de Gran Canaria".

Desde el barrio madrileño de Móstoles, Alcaraz, que ahora pasa parte del verano cuidando de sus nietos, reconoce que ésta ha sido una de las grandes experiencias de su vida. Aunque le hubiera gustado viajar mucho más, "y volver a Gran Canaria, si por allí hay alguien que quiera invitarme, yo encantado", lo dice con ironía pero con ese fondo de verdad, sobre todo con el regusto que puede llegar a sentir al tener la oportunidad de recorrer nuevamente aquellos lugares en los que disfrutó de una semana de verano inolvidable.

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