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La ternura solapada de los abuelos

Al abuelo de Julián Díaz lo llamaban tripa negra, era un pescador rudo

La ternura solapada de los abuelos

Al abuelo de Julián Díaz lo llamaban tripa negra, era un pescador rudo, de esos hombres de la mar que podían pisar descalzos en los charcos llenos de erizos y nunca se pinchaba.

Su piel era como una coraza, los dedos de la mano eran tan gordos que no tenía problemas en arrancar los higos picos de las tuneras sin recibir el más leve de los arañazos. A sus nueve hijos tal vez nunca les dijo que los quería, ni siquiera se acercó a su cama y los arropó en las noches frías, de eso, entonces, se encargaban las mujeres de la casa, y a veces tampoco. Ellas también estaban demasiado cansadas para entretenerse en caricias.

Pero Julián, que ahora disfruta como nunca imaginó con su nieto Jesús, sí sintió esa ternura solapada cuando lo llevaba a pescar viejas con caña, y a veces le decía, "mira dónde pones los pies, que ahí resbala". También se acuerda de ver la cara radiante, con aquellos ojos negros y vivarachos cuando él y sus hermanas entraban por el patio de la casa.

Tripa negra trabajó duro. Hasta los ochenta años, en la mar, en los tomateros. También se marchó a Cuba durante la campaña de la caña de azúcar. Se fue en busca de dinero para su familia y regresó con la alegría de ver a los suyos, aunque cuando los tuvo cerca sólo se atrevió a mirarlos desde lejos, y al más chico le tocó la cabeza, revolvió un poco más aquel pelo enmarañado, y se fue. Los niños, que no estaban acostumbrados a las carantoñas de su padre, tampoco le pidieron más. Sólo se alegraron porque volvía a estar con ellos, esa noche cenarían algo rico y mañana habría buen pescado para comer con cebollas y gofio.

AbuelodeLeandro Perdomo

En una vieja fotografía, obra del genial Jacinto Alonso, puede verse la imagen tierna de un señor de barba larga y semblante serio. Vestido de negro, con traje de caballero, aparece sentado en una silla y sosteniendo entre sus piernas a un bebé rollizo y de aspecto saludable.

Se trata de Francisco Spínola Gómez, abuelo del escritor Leandro Perdomo. Aunque el que aparece entre sus brazos es el pequeño Pancho Perdomo, y no el famoso cronista lanzaroteño.

Precisamente en el libro Lanzarote y yo, Leandro le dedica un cuento a don Francisco y lo titula: Los bigotes de mi abuelo. Una narración con alto sentido del humor como las crónicas habituales del escritor de Teguise.

En ella relata cómo su abuelo después de comer tenía la costumbre de atusarse los bigotes, "Mientras los otros comensales hacían la sobremesa charlando o leyendo, mi abuelo se escapaba a su habitación y, tendiéndose sobre una vieja alfombra india llena de dibujos de flores y fieras, con sus rudas manos sobaba y sobaba las espesas mechas labiales en una especie de frenesí diabólico. Creo que a veces hasta caía en éxtasis".

Al parecer, nadie en la casa conocía este secreto salvo él. Y gracias a este descubrimiento, la relación con su abuelo se fortaleció, llegando a ser el nieto preferido de este insigne caballero lanzaroteño, autor entre otras obras, de idear y moldear los leones que presiden la plaza de la Villa de Teguise.

Leandro cuenta en este relato que a partir de ese día, "sobre las grupas de la yegua de mi abuelo jamás cabalgó otro nieto que yo. Por veredas apartadas, por montañas y sendas perdidas, por el jable, por vericuetos y 'lajiares' de la amplia planicie volcánica yo y mi abuelo galopábamos sin descanso. Todos los rincones de la isla fueron por mí conocidos, y así llegué a ser dichoso en mi infancia".

La fascinación que sintió Leandro Perdomo por Domingo Spínola Gómez también queda recogida en otro cuento en el habla de la ocurrencia de su abuelo cuando decidió decorar la plaza de la iglesia con los famosos leones de Teguise.

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