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'La luz entre los océanos'

Carencias y querencias

El filme de Cianfrance ha captado todo su contenido gracias a una labor de traslación en imágenes que busca la perfecta sublimación de la pasión amorosa

Carencias y querencias

Siempre existe una pequeña reticencia a la hora de criticar una película llena de sentido y sensibilidad, pero cuya puesta en escena resulta recargada y saturada de música, paisaje y lágrimas. Sobre todo si la película está basada en un best-seller de corte sentimental que ha vendido millones de ejemplares en el todo el mundo.

Es el caso del tercer largometraje de Derek Cianfrance, La luz entre los océanos, basado en la novela homónima de M.L. Stedman, de la que el director americano ha captado todo su contenido (y buena parte de su oscuridad) gracias a una labor de traslación en imágenes que busca la perfecta sublimación de la pasión amorosa, cuando no del dolor y la pérdida.

Desde su debut en Blue Valentine hasta La luz entre los océanos parece que haya pasado una eternidad. No llega a una década, pero en esos siete años Cianfrance ha intentado encontrar su lugar en el mundo sin acabar de conseguirlo. Uno diría, de hecho, que en La luz entre los océanos promete más de lo que acaba dando. La película narra la historia de Tom Sherbourne, un farero, y su mujer, Isabel. Después de casarse, se instalan en una remota isla australiana para dejar atrás los horrores de la Primera Guerra Mundial.

Lo único que ensombrece su felicidad es la incapacidad de tener hijos. Una mañana una barca encalla en la costa rocosa de la isla con un bebé en su interior. Ante el deseo de ser padres, Tom e Isabel deciden adoptarlo y criarlo como propio con las consecuencias que ello pueda comportar.

Todo está contadocon minuciosidad y solidez, en un relato bellamente filmado y montado que no evita empero algunas situaciones de guión un tanto enrevesadas, aunque La luz entre los océanos resulta menos alambicada y laberíntica que su película anterior, Cruce de caminos, en la que los protagonistas estaban huérfanos de densidad; eran como un queso gruyère, respiraban a causa de los agujeros.

El problema de La luz entre los océanos no es, sin embargo, sus demasiados giros, sino precisamente lo contrario: la excesiva corrección, la contención en la puesta en escena. Uno sale del cine con cierta sensación de desorientación. Como si el cineasta se hubiera quedado a medio camino, en la encrucijada de una cierta tibieza que no encuentra un fácil equilibrio entre la montaña rusa de querencias y carencias exhibidas en la pantalla.

Lo que se anuncia como un relato furioso y desenfrenado, que en más de un momento está al borde del ridículo, es contra todo pronóstico una película gélida y funcional, salvo por el espléndido trabajo de Michael Fassbender y Alicia Vikander, cuyos gestos y actitudes trasmiten mejor que nada el drama de unos personajes atrapados en el torbellino de sus emociones.

La luz entre los océanos es, sobre todo, una película climática, cargada de silencios, de imágenes progresivamente entumecidas bajo los ropajes genéricos de un melodrama intimista y deliberadamente anticuado.

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