Tan buenas son sus tierras que uno de los grandes nombres de la guerra de Gran Canaria, el Adelantado Fernández de Lugo, eligió esta comarca estrecha y encajonada entre paredes verticales para erigir sus ingenios de azúcar. Oro blanco que supuso la primera gran expansión del valle, que se convirtió, de la noche a la mañana, de modesto poblado de naturales dedicado a la siembra y la ganadería para garantizar la subsistencia a uno de los polos de exportación agrícola más importantes de Canarias. Salieron sacos de azúcar y llegaron capitales, objetos de lujo y arte flamenco como el que adorna la vecina ermita de Nuestra Señora de las Nieves.

Pero eso queda muy cerca del mar. Hoy nos ocupamos de la estrecha franja que sube hacia el centro de la isla ofreciendo alguno de los mejores paisajes agrícolas canarios. En años buenos en agua, como el que estamos disfrutando en la actualidad, el tono de verdes se multiplica y a los cafetales, frutales, vides y palmeras hay que sumar miles de especies vegetales que prosperan acá y acullá tiñendo de vida hasta los más recónditos rincones. Y entonces el risco que va del marrón al rojo en meses donde el sol gana la partida se llena de tabaibas animosas, y de hierbas y verodes. Y los pinares que cubren las zonas altas de la zona de Los Berrazales cubren los huecos que dejan los troncos oscuros con densos ramilletes de tréboles de un verde claro muy brillante que tienen cierto aire irlandés.

El agua es otro de los protagonistas absolutos del valle en meses fríos y lluviosos. Casi en cualquier barranquillo surge una cascada que colorea de blanca espuma los tonos negros del basalto, y la roca desnuda que queda al aire en los murallones que separan los pinos de la vecina Tamadaba brilla bajo el sol lanzando miles de destellos de plata. En las alturas, el valle muestra su cara más salvaje y el risco parece hacer inaccesibles los pinares que tapizan de verde las cimas de suaves ondulaciones. Los picos y fugas dan a esta parte de la isla aspecto de mundo perdido al que es difícil llegar.

Sin embargo, el fondo de esta fisura profunda en la geografía del noroeste grancanario se dulcifica a base de pueblecitos blancos que se aferran a las pendientes, terrazas de cultivo que van escalando hasta que lo vertical impide toda actividad agrícola, y huertos frondosos que cubren la práctica totalidad del cauce. Y, tal como decíamos con anterioridad, crecen el cafetal y la vid; y las palmeras canarias que van recuperando terreno al mismo tiempo que se abandonan campos y bancales, rivalizan con los frutales que rodean casas de arquitectura popular que nos hablan de otros tiempos.

Tiempos remotos que también quedan al descubierto en las hoquedades rojas de Visvique o en las coladas negras del maipez de Arriba, poco antes de entrar en el casco urbano del municipio de Agaete. Conviene patear los distintos valles para darse cuenta de la variedad de ambientes y de la espectaculariad de los paisajes que se entremezclan en apenas unos nueve kilómetros de recorrido. Se puede salir desde lo más alto y dejar atrás casas aferradas con uñas a los acantilados y cuevas que, en veredillas serpenteantes, buscan los altos de Lugarejos y Juncalillo. Y después ir descendiendo entre pinos hasta Los Berrazales y meterse de lleno en ese Agaete agrícola que aún persiste dejándose llevar por los caminillos que van junto al lecho de agua que, estos días, busca con tranquilidad la orilla del mar.

Después puedes hacer un alto entre los túmulos funerarios del Maipez y terminar la caminata junto a la iglesia de Agaete en un lugar mítico para todo el norte de Gran Canaria. ¿Hacen unas cervecitas en el Perola?