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cine

La verdad sobre el caso Drove

Se cumplen diez años de la muerte de uno de los cineastas españoles más representativos de los 80, autor de la adaptación de 'El Túnel'

Fotograma de la película 'El Túnel'.

A decir verdad, ya presagiábamos su inevitable final desde el mismo momento en que los médicos detectaron un tumor irreversible en sus pulmones -consumía entre cuatro y cinco cajetillas de cigarros por día- y su alejamiento de la profesión se hacía cada vez más ostensible y notorio. Sin embargo, la muerte, hace ya diez años, del crítico, guionista y realizador Antonio Drove (Madrid 1942/París 2006) nos pilló con la guardia baja a todos cuantos le conocimos y pudimos participar de su expansiva y generosa amistad; sobre todo porque desde que eligió la ciudad de París como su residencia habitual le habíamos perdido el rastro, aunque manteníamos todavía en nuestra memoria la imagen de aquel amigo jovial, conversador infatigable y brillante del que tanto aprendimos durante las jugosas tertulias cinematográficas que compartimos en el Madrid imborrable de los años de la movida. Una experiencia que se ensancha con el paso del tiempo y que nos ayuda a situar su recuerdo en su justo lugar, es decir, en ese espacio especial que ocupan en nuestras vidas las inteligencias privilegiadas.

Y, pese a que su último largometraje para cine, El Túnel, data de 1987, Drove siempre conservó viva la esperanza de reanudar algún día su truncada carrera profesional, desempolvando algunas de las decenas de proyectos que guardaba en los cajones de su destartalado despacho en la madrileña calle Blasco de Garay, lugar de encuentro de intelectuales, críticos y creadores de toda condición entre los que se contaban figuras hoy prominentes del cine nacional como Fernando Trueba, Emilio Martínez Lázaro, Fernando Colomo o el desaparecido Iván Zulueta, miembros todos de la mítica Escuela de Cine de Argüelles, incluidos periodistas tan singulares como el actual crítico titular de El País Carlos Boyero o el exdirector General de Cine e historiador Miguel Marías.

Hace trece años, con motivo de su presencia en el Festival de Las Palmas como miembro del Jurado del Premio José Rivero, tuvimos ocasión de disfrutar nuevamente de su verbo sabio y torrencial al tiempo que observábamos con preocupación su avanzado deterioro físico y constatábamos el redoblado entusiasmo con el que nos hablaba siempre de sus múltiples proyectos; uno -recuerdo- en coproducción con una compañía independiente norteamericana y con el mismísimo Dustin Hoffman encabezando el reparto parecía, según se desprendía de sus exaltadas palabras, ir muy bien encaminado pues la fase de preproducción se iniciaría -dijo- en muy pocos meses.

Naturalmente, ninguno llegaría a materializarse, no sólo por la inviabilidad económica de la mayoría de ellos sino porque, de alguna manera, Drove ya había perdido el tren profesional para adentrarse en un oscuro túnel sin salida posible desde el mismo momento en que, junto con el resto del equipo técnico y artístico de La verdad sobre el caso Savolta (1978/79), una de sus obras más aplaudidas por la crítica, decidió declarase en huelga, frente a las "innegociables exigencias de los productores". En una España aún tocada por la larga resaca franquista, Drove se jugó su frágil reputación profesional enfrentándose a los poderosos, como uno de esos héroes míticos de moral intachable y de sólidos principios que transitan por el cine de sus venerados John Ford y Howard Hawks. Naturalmente, aquel violento episodio le proporcionó una imagen de insurrecto de la que no se libraría del todo hasta el fin de sus días.

De su inmensa sabiduría cinematográfica, continuamente alimentada por una pasión bulímica por la lectura, nos pudimos beneficiar durante años; incluso a través de las inacabables conversaciones telefónicas que manteníamos cada vez que aparecía en el mercado un nuevo clásico en DVD y me obsequiaba a través de su irreprimible entusiasmo con una verdadera lección magistral acerca de autores o filmes clásicos cuya admiración compartíamos. Por mucho que los tuviéramos metabolizados él siempre te aportaba una nueva observación que contribuía a excitar de nuevo nuestra curiosidad intelectual. Pero su verdadero canto de cisne como cinéfilo irredento fue la larguísima entrevista que realizó, en 1984, para TVE con el maestro germano norteamericano Douglas Sirk (dieciséis capítulos) donde profundiza hasta la saciedad en el estilo y en la vida del autor de obras tan inolvidables como Solo el cielo lo sabe (All that Heaven Allows, 1955), Siempre hay un mañana (There´s Allways Tomorrow, 1956) o Ángeles sin brillo (The Tarnished Angels, 1957), trabajo sobre el que años más tarde la editorial Fundamentos publicó un libro memorable.

Aunque mostraba, sobre todo en sus últimos años, el aspecto de un hombre de espíritu obsesivo, consumido y ausente del mundo que le rodeaba, incluido del familiar, Antonio Drove mantuvo, hasta que su larga y letal enfermedad se lo permitió, su imbatible pasión por el cine, especialmente por aquellas películas que, como las de Ford, Mann, Hawks, Sirk, Ray, Sternberg, Preminger, Hitchcock, Lewis, Walsh, Sturges y las de muchas otras lumbreras de la época dorada de Hollywood, quedaron fijadas en su memoria como una sustancia adictiva.

Para él, como para muchos cinéfilos de su generación, el séptimo arte se convertiría en una suerte de espejo donde se reflejaban constantemente sus anhelos por alcanzar una forma de vida que sólo podía ser expresada en las pantallas a través de una pléyade de personajes cuyos patrones de conducta nos sirvieron a todos para entender que, incluso desde la ficción cinematográfica, también se podían entender con enorme lucidez los complejos entramados que integran la naturaleza humana.

Además de un hombre de gran capacidad crítica y de un escritor más que estimable, Drove se transformó, a finales de la década de los sesenta, en una figura decisiva para el cine español al convertirse en uno de los primeros abanderados de lo que en términos mediáticos nacionales se dio en llamar cine de la Tercera Vía. Con ¿Qué se puede hacer con una chica? (1969), una comedia con ciertos aires innovadores, rodada en 16 mm. y con actores prácticamente desconocidos, establece las bases de un planteamiento argumental que permitiría esquivar los rígidos criterios de la censura sin caer en la zafiedad populista del landismo vigente y sin dejarse tentar por el impracticable "radicalismo" crítico y formal que proponían otros cineastas del momento, como Saura, Jordá, Camus, Gutiérrez Aragón o Victor Erice.

En esa misma línea de cine posibilista y moderadamente comprometido con la denuncia de la realidad política española, auspiciada por los últimos coletazos del tardofranquismo, Drove filma, cinco años más tarde, Tocata y fuga de Lolita y, en 1975, Mi mujer es muy decente dentro de lo que cabe (1975), otras dos comedias con las que intentaba penetrar dis-cretamente en el tejido social del país, a través de un lenguaje fá- cilmente asimilable por el gran público. El loable esfuerzo innovador que supuso aquella famo-sa trilogía se tradujo, no obstante, en unos resultados muy poco satisfactorios para la crítica, dado su escaso mordiente, pero para su productor, el desaparecido José Luis Dibildos, ambos filmes se convirtieron en dos de sus más importantes éxitos taquilleros. En cualquier caso, una revisión a fondo de este período de su carrera en la actualidad podría propor-cionarnos, con toda probabili-dad, una perspectiva crítica bien distinta.

Con Alfredo Matas como productor y un largo reparto encabezado por Amparo Soler Leal, Emma Cohen, Vicente Parra, Paco Algora, Luis Ciges y Laly Soldevilla, escribe y dirige Nosotros que fuimos tan felices (1976), otro intento de comedia costumbrista con intenciones críticas que, pese a convertirse, como las anteriores, en un testimonio meramente coyuntural, contribuyó de algún modo airear las enmohecidas estructuras del cine comercial español con propuestas narrativas y argumentales de un valor sociológico e histórico incuestionable.

Sea como fuere, lo cierto es que sus trabajos más maduros, artísticamente hablando, y por los que obtuvo cierto reconocimiento internacional son, sin duda, La verdad sobre el caso Savolta y El Túnel (1987), dos filmes inclasificables inspirados, respectivamente, en la novela de Eduardo Mendoza y de Ernesto Sábato donde da rienda suelta, con más libertad y pasión que nunca, a su singular sensibilidad para traducir en imágenes universos literarios de una enorme complejidad poética.

En palabras del crítico e historiador madrileño Calos F. Heredero "la novela homónima de Ernesto Sábato se transforma en un nuevo ejercicio de poderosa estilización con el que Drove compone una obra impregnada de aromas necrofílicos, cuya férrea arquitectura visual de estirpe langiana, con ecos de Douglas Sirk, engendra una sinfonía de imágenes preñadas de dolor".

Su versión de la novela de Eduardo Mendoza en cambio constituye uno de los testimonios más contundentes y complejos de la convulsa vida política es- pañola de principios del pasado siglo, narrada con la frialdad y el distanciamiento que emplea cualquier cirujano en el ejercicio de su actividad, es decir, con precisión, realismo y objetividad. Una auténtica obra maestra que ennoblece la historia del cine español, cuya edición en formato doméstico, hay que remarcarlo, se está haciendo esperar ya demasiado tiempo.

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