La Provincia - Diario de Las Palmas

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Con siete querellas verdes...

Sobrado de astucia poética, Antonio Cubillo añadió al paño el color del vegetal, al que apellidó "esmeralda de la esperanza de nuestro mar", a la vez que en 1964 cambiaba el celeste por azul marino

Del mismo modo que para relativizar el alcance del periodismo suele decirse que consiste en el arte de transmitirle a mucha gente que ha muerto alguien que ésta ni siquiera sabía que existía, hay medidas gubernamentales y, sobre todo, judiciales, que tienen el efecto contraproducente de llamar la atención y exarcebar aquello que, de ordinario, pasaría inadvertido. En una palabra, crear un problema donde no lo había. Prohibir que se alce el paño tricolor con siete estrellitas verdes, un emblema que es, para las masas de población canaria, mucho más folclórico y festivo que reivindicativo, es, digámoslo ya, como prohibirle el alcohol a un abstemio y, de paso, incitarle a que beba.

(Por fortuna, ya salimos solitos del atolladero de meternos en el cuerpo, en plena pubertad, lingotazos de aquel repugnante brebaje y mixtura de ron con cerveza, y de un solo viaje -"póngame otro 'canarias-libre'"-, con lo ricos que están por separado...). En efecto, la medida de la prohibición tiene algo de la arbitrariedad de ese profesor que, exasperado de tener que castigar a diario al alumno más golfo y díscolo de la clase, castiga preventivamente, y para aparentar ecuanimidad, a los compañeros de los pupitres de al lado... Pues es evidente que sin el rebufo del secesionismo, en rigor más catalanista que catalán (y acompañado del lado simbólico que más duele: que el carismático seny que antaño propició la coalición de gobierno automática, a izquierda (González) y derecha (Aznar), está en el banquillo, acusado de delitos de corrupción hasta las puntiagudas orejas, propias y familiares); y sin el rebufo, asimismo, de la terrible y sangrienta memoria euskérica, nadie repararía demasiado en ese fláccido e inofensivo emblema nuestro. Pues éste no pasa de ser ya el manto que les presta las recogidas Vírgenes del Pino y de La Candelaria, para que salga a mover el esqueleto -"¡Claro que sí, mi niña!"- a esa anónima mamá bailonga y un tanton desmadrada', que late misteriosamente al fondo, y por todos implorada, del "¡Ay mamá, bandera tricolor!".

De hecho, ondeó por vez primera en la víspera de la festividad del Pino de 1961, luego de que (con un ánimo semejante, tal vez, al que se produce, entre retales, para improvisar un disfraz en las vísperas de un Carnaval, en las familias rezagadas), en una casa de Vegueta, María del Carmen Sarmiento, Jesús Cantero y Arturo Cantero, la idearan, con un prodigioso sentido de la ecuanimidad, con idéntico tamaño, incluso, para cada una de las tres franjas verticales. El blanco en el centro, común a las dos provincias, y el azul por Tenerife y el amarillo por Las Palmas, en la misma posición en que aparecen las islas respectivas en el mapa; si bien es verdad -que bereberes originarios como somos- podemos leerla del revés, y mientras los de Occidente pueden proclamar sin yerro que su bandera es blanca, azul y amarilla, los magos de Oriente podemos estar seguros de que la bandera canaria es amarilla, azul y blanca.

Todavía no se habían incorporado las siete estrellas, que, utilizadas originariamente en blanco, sobre todo por los independentistas canarios en Cuba, en los años veinte, Cubillo adoptaría en verde ("el color verde esmeralda de la esperanza de nuestro mar", adujo con poética astucia), para su bandera, tornando, además, en celeste el azul marino, en 1964.

Pero a partir de los años setenta, se tornó, más bien, en un alegre paño de referencia popular, para acompañar, en Agaete, por ejemplo, entre los Papahuevos y la Banda, y un sinfín de romerías regadas por las siete islas, ese simpático himno machacón que todos nos sabemos al dedillo, y cuyo sintagma más radical viene siendo, en realidad, "¡Ay, mamá, qué rico vacilón!". (No deja de ser inquietante esa alusión, tan coincidente, por otra parte, con el resumen de la visita que, justo a mediados de esa década, hiciera Ernst Jünger a las Islas: "[Su representación más cabal] es la Gran Madre en su pompa tropical", pero eso es harina edípica, o polvitos de talco, de otro costal?).

En estos asuntos, deberíamos recurrir más a menudo a los clásicos, y recordar, por ejemplo, que Agustín Espinosa mitigaba de este modo el alcance de cualquier bandera -incluida la española-, por ejemplo, en su novela Crimen: "Aquel enlevitado portaba una bandera cuyo grueso mástil terminaba en una zapatilla despilfarrada". Y también recuerdo, también, bote pronto, como una caricatura para mitigar caso la ingeniosa hilaridad que consiguió provocar el entonces ministro Juan Fernando López Aguilar en el auditorio de un mitin, en Puerto del Rosario, en apoyo de su correligionario candidato Iñaki Lavandera, con todo el personal dando botes sulfurado: "Me gusta Lavandera, me gusta Lavandera?".

De otro lado, va la pregunta al semiólogo y antropólogo Ángel Sánchez, autor de varios volúmenes, incomprensiblemente inéditos aún, que llevan por título El signo insular, en que dedica un enjundioso apartado a la evolución histórica de la heráldica y la bandera canarias. "La prohibición es un despropósito, que no hace sino exagerar la importancia de nuestra bandera. Pero mucho más grave me parece la impunidad con que, unilateralmente, el Gobierno canario, léase en su vertiente tinerfeña, decidió suprimir los canes de nuestro escudo, en 2005", manifiesta. "Arguyeron que esa supresión les permitía adoptar un diseño más 'moderno y de fácil identificación para las ciudadanos', cuando la realidad es que la presencia de los canes les parecía, arbitrariamente, que favorecía la representación de los canariones?". Un craso error, a juicio del antropólogo e historiador José Juan Jiménez González, pues sólo "una asombrosa coincidencia" hilvana el gentilicio de "canarios", con el topónimo de Canarias; un término obedece a la tribu de los canarii, asentados en la isla de Canaria, y el otro a la primigenia presencia de canes marinos que incidirá en el nombre de la totalidad archipielágica?

De modo que hasta es posible que la prohibición a la pública exhibición oficial del emblema nacionalista sirva de añagaza, una vez más, para mitigar los conflictos intestinos. Ahora que viene la Navidad, todas las estrellas juntas sobre un mismo mar, unidas ante el oprobio de "las siete hembras de un varón guardadas", que diría Cairasco. Y conste que como, a casi todo el mundo, me gusta la bandera, agaetensemente (es decir, la bandera tiene tren pero no tiene tranvía). Y que las siete estrellas verdes tienen su hermosa justificación, puramente emotiva y estética en el aserto que José Lezama Lima enarbola (esta vez, sí) para la totalidad de las ínsulas atlánticas: "La lucidez de lo estelar se une [en la isla] con la oscuridad de lo telúrico, y se une también con la música de las esferas sobre el haz del abismo".

El propio autor cubano nos da permiso para contravenir cualquier protocolo contrariado, mostrándonos como ejemplo a seguir la historia de un isleño que "era un loco tan voraz... que invencionó un triple sombrero, empotrados unos en otros como los cañutos de un anteojo. Para saludar a un amigo de la cotidianidad se quitaba un sombrero; para saludar a una persona de la nobleza se quitaba dos, manteniendo un sombrero en la mano derecha y otro en la izquierda. Cuando saludaba a un alto dignatario se quitaba el primero y el segundo sombrero siguiendo las indicaciones anteriores, y el tercero lo dejaba caer pendiente de un amaestrado cordel".

Finalmente, también el propio genio cubano nos ofrece la receta de primera mano para mitigar los acontecimientos insulares a la carta, pues, a su entender, sucede -repito, en todas las islas del Océano Atlántico- que "si [en la ínsula] ocurre lo que nunca ha ocurrido, es igual que si no ocurre lo que siempre ha ocurrido".

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